Escribía. La pluma se movía ágil sobre la página blanca. Me asomé por encima de su hombro y leí lo que estaba escribiendo:
... como si en el engendramiento de los benjamines los padres pusieran siempre menos atención y empeño y fueran más negligentes a la hora de transmitirles las semejanzas, que quedan en manos de cualquier antepasado caprichoso...
Le pedí la pluma. Interrumpió la escritura, me miró y me la ofreció. La apoyé sobre mi papel, pensando que fluiría sola como la había visto fluir sobre el suyo. Pero no fluyó, se quedó estática, esperando quizá una orden de mi cerebro que no le llegaba. Solo me regaló un borrón, como imagen materializada de lo que le transmitía mi mente.
—¿Cómo se hace para escribir? —, le pregunté al escritor.
—Todo está escrito en los árboles, en sus hojas, en el viento, en el mar: solo hay que saber leerlo y pasarlo al papel—, me contestó.
Miré las hojas del rebollo que teníamos enfrente. Solo vi hojas. Y un insecto que pululaba entre ellas, quien sabe si también buscando alguna frase escondida en la fronda. Ninguna palabra, ninguna expresión. Hojas.
Le devolví la pluma al escritor, lo mío no es saber leer árboles, vientos o mares. Y me incliné de nuevo sobre su hombro. En su mano la pluma fluía de nuevo, libre:
...que de pronto ve la ocasión de perpetuar sus rasgos sobre la tierra y se inmiscuye para otorgarlos a quien aún no ha nacido, o mejor, al que está siendo concebido...
(Foto: hoja de rebollo, Miraflores. Textos en cursiva extraídos de “Mañana en la batalla piensa en mí” de Javier Marías)