“¡Depilación por rayos láser!”, se leía en la pantalla de la telele sobre la imagen de un hombre sin vello que se enrollaba al cuerpo desnudo de una joven muy atractiva. “¡Por solo cuatro mil euros le garantizamos una depilación definitiva que le hará triunfar en su vida sexual y profesional!”, proseguía el anuncio entre jadeos y gritos femeninos de ¡sí!, ¡sí!
Se quedó pensativo durante un rato, prendido de la pantalla.
Cuatro días después no quedaba un pelo en su pecho, axilas, pubis, piernas y brazos. Se miró al espejo. Se palpó. No estaba muy convencido, se veía como una gallina sin plumas, o una liebre recién parida. “Pero esto es lo que se lleva —pensó—, y en este mundo tan mediatizado es imposible triunfar si no se sigue la moda”.
Aceptó su nuevo aspecto aunque le daba la impresión de estar en la piel de otro.
Aquello no fue más que el inicio de la orgía “estética”. Algún tiempo después decidió “hacerse” el labio superior; unas pequeñas arrugas impertinentes habían surgido allí y decidió eliminarlas. El cirujano plástico le sustituyó las arrugas por un morro rebosante de botox. Le picaba, le molestaba, le abultaba, no podía morder a gusto el bocata de calamares, pero las arruguitas habían desaparecido.
Luego vinieron los pectorales; los quería como los de un boxeador. Nueva operación, nuevas inyecciones de sustancias plásticas varias, nuevos chorros de dinero hasta conseguir lo que deseaba. Y las bolsas de los ojos ¿qué hacían en un cuerpo que empezaba a ser perfecto? Más rellenantes, más incisiones, más artificialidad, más moda.
Sus “defectos” se hacían más patentes a medida que aumentaban sus “perfecciones”. El vientre le colgaba, horror. Liposucción, inoculación, plastificación, suturación, idiotización, y barriga tipo tabla de chocolate, como la del hombre del anuncio. Finalmente, decidió siliconizarse los glúteos, que le quedaron como los de un corredor de 400 metros lisos.
Se miró una última vez al espejo. Satisfecho, decidió acudir temprano a la playa, cubierto solo por un tanga, para que la gente admirase el maravilloso cuerpo que había conseguido con tanto esfuerzo, artificialidad y dinero. Por fin se veía como un hombre-diez. El mundo y las mujeres se rendirían a sus pies. Lo decían los anuncios.
A esa hora la playa estaba casi vacía. Solo andaban por allí los de la limpieza del ayuntamiento, retirando la basura que había depositado la grey de bañistas el día anterior. Al verlo, los limpiadores se abalanzaron sobre él, recogedor de basura en ristre. Pensaban que era un detritus más que movía el viento. Él corría e intentaba gritar anunciándoles que era un hombre, pero le salía una voz gutural y aguda, parecida al sonido que emite una botella cuando soplamos por el gollete. Lo alcanzaron, lo apalancaron con el recoge-basuras, lo alzaron y lo lanzaron al camión donde, envuelto con los demás desperdicios, fue llevado rumbo a la planta de reciclaje.
Quizás hoy ha sido reconvertido en unas pocas botellas de plástico de esas que, una vez trasegadas, arrojamos al cubo amarillo para ser recicladas de nuevo.
Hay muchas maneras de alcanzar la inmortalidad.