Algún trabajo me había llevado hasta aquel pueblo con mar. Conducía mi coche de alquiler de color azul por el paseo marítimo y la vi. La niña del parasol, sola en la parada del autobús. Me llamó la atención su figura, muy joven, apenas veinte años, estilizada, alegre, y el hecho de que sostuviera con gracia un parasol de color crema entre las manos, para evitar, pensé, que besara su cabello un sol que aún no se decidía.
Seguí mi camino, pero la imagen no se borraba de mi mente. Di la vuelta en la primera rotonda, aparqué cerca de la parada del autobús de manera que la niña del parasol no pudiera verme, y me dediqué a observarla, como un voyeur indiscreto, con cierto complejo de culpabilidad.
Camiseta de manga corta, de color naranja, brazos largos y pálidos, pantalones para mí indefinibles, anchos, a rayas estrechas amarillas y verdes, zapatillas usadas. Actitud serena pero en movimiento, como si se fuera a echar a andar, a correr o a bailar en cualquier momento. Pelo negro, o quizá castaño oscuro, largo sobre los hombros cuadrados. Rostro pequeño, alargado, dulce. Sonreía, recordando sin duda algo agradable, y sus ojos alegres miraban un punto indefinido que solo se hacía real en su mente. Por un instante pensé que era a mí a quien sonreía, mi ingenuidad no tiene fronteras. El parasol enmarcaba el conjunto del precioso cuadro.
Cogí un cuaderno de dibujo y un lápiz que encontré casualmente en la guantera del coche alquilado azul y tracé un esbozo para conservar el perfil de aquella bella imagen, que no dejaba de sonreír con dulzura ni de moverse al ritmo de sabe el diablo qué compases interiores.
Y me fui, me esperaba no sé quién en el ayuntamiento, no podía retrasarme, siempre el puto reloj. El ritmo, la alegría, el color... y el parasol se hacían más pequeños y más pequeños, hasta desaparecer del espejo retrovisor del coche alquilado de color azul.
Al volver al hotel aquella noche pasé junto a la parada del autobús, idiota de mí pensando que aún hallaría a la niña-mujer y su parasol. Solo estaban, o al menos yo los vi, su contorno, su sombra y un palmeo por bulerías que salía de alguna ventana que no conseguí identificar. Sonreí con sonrisa contagiada y continué mi ruta. Me queda el dibujo, ese sí es mío, real y definitivo.