Una guitarra que ya no suena, un sonido olvidado de bordón grave, creyéndose la de Hank Marvin, dormida.
Un escenario de losas grises, sin adornos, sin focos.
Una silueta de mujer anónima, acariciada como si tuviera un nombre real, no imaginado. Demasiado acariciada. Demasiado imaginada. Demasiado anónima.
La púa que a veces se cae de la mano. Insegura. O de la boca. También insegura.
The young ones y el be bop a lula que calientan algo al personal.
Alguna disonancia, un cruce, una cuerda que salta, la voz de Carlos agarrado al micro que suena mal, malditos acoples.
Las miradas a las baquetas, que agita Javier, para no perder el compás en los laberintos caprichosos del eco espiral del aula del Colegio Mayor.
El eco.
El aula.
Una cara en la segunda fila.
La serenidad de Josemari, moviendo sus dedos seguros por las cuatro cuerdas retumbantes del bajo.
Los veinte años.
Un aplauso.
Los ensayos en la buhardilla de Mateo, rodeados de botellas de ginebra medio vacías y de coca cola medio llenas.
Hoy me gusta recordar, mientras escucho Radio3, el inicio de aquel camino que al final no fue.
Como tantos caminos que al final no son.
(Foto: mi guitarra favorita, “la morenita”, hoy dolorida, nunca olvidada)
(Vídeo: Cliff Richard y The Shadows, The young ones)
(Foto: mi guitarra favorita, “la morenita”, hoy dolorida, nunca olvidada)