El hombrecillo tropezó con el extremo del hilo del ovillo de lana.
–¡Un ovillo!–, dijo el hombrecillo, y de un salto se subió al hilo. Miró el ovillo, que ovillaba unos centímetros más allá, y decidió recorrer el hilo, sin más interés que el de tratar de encontrar el otro extremo, oculto a saber en qué profundidades ovilleras.
Los primeros diez centímetros fueros fáciles de recorrer: hilo de lana recto, exterior, separado del ovillo propiamente dicho, sin obstáculos próximos, buena visibilidad, cielo azul, sonrisa del hombrecillo. Pero una vez recorrida esa distancia, la cosa se complicó: llegaba la esencia del ovillo, la chicha, la maraña interna; lo anterior solo había sido un aperitivo.
Agachando como pudo la cabeza y empujando con los hombros, el hombrecillo se introdujo en el ovillo e intentó seguir la trayectoria del hilo de lana. Consiguió avanzar algunos centímetros con bastante sufrimiento, ya que los hilos próximos lo oprimían, produciéndole además la lanilla picores y desazón. Entonces escogió otra táctica que le pareció más inteligente: rodeó el hilo con piernecillas y manos y, a impulsos de unas y otras, fue avanzando hilo adelante, centímetro a centímetro.
Llevaba así veinte minutos. Sudaba en la oscuridad. “Trepaba” siguiendo la particular morfología interna nunca estudiada de los ovillos de lana. Perdió el sentido de la orientación con tantas revueltas, los nortes, los oestes y los sures se confundían. A veces reconocía a sus costados tramos de hilo que ya había recorrido antes, lo que aumentaba su desazón. Ahora notaba cómo profundizaba hacia el centro ovillero, donde suponía que estaba el extremo buscado, y luego se alejaba del referido centro para su desesperación. Las autopistas del ovillo se cruzan de mil formas diferentes, como el espagueti, sin un cartel señalizador de las distancias recorridas o por andar.
La angustia se fue apoderando del hombrecillo, el calor era sofocante, no sabía si desandar (destrepar) lo andado o seguir el hilo hasta el final como era su idea primitiva o primigenia, que de ambas formas puede escribirse. Maldijo cuarenta veces la idea que había tenido de intentar descubrir el otro extremo del hilo del jodido ovillo de lana, qué le importaría a él dónde se hallase. Entonces movía los brazos con desesperación, soltaba las manos y las piernas, intentaba buscar un atajo hacia la luz, que sabía cercana, gritaba angustiados sáquenme de aquí pero los hombrecillos tienen la voz débil y solo un autillo lo hubiera podido oír si no fuera invierno y los autillos no se hubieran marchado ya a África.
Todo fue inútil. Al cabo de tres horas de agitarse, de gritar, de intentar zafarse del abrazo opresor del ovillo, el hombrecillo gritó un último quién me mandaría a mí y quedó inmóvil como crisopa en tela de araña.
–Deme dos ovillos de esa lana– dijo la niña a la mercera señalando los ovillos en la estantería.
Más tarde la niña tejía con punto de garbanzo y agujas del cinco una toquilla para su novio, que usaba toquilla en las frías tardes de invierno, por qué no. Y nadie sabe que en algún lugar de esa toquilla está inerte nuestro hombrecillo, o su espíritu casi invisible, sonriendo al verse por fin liberado del agobio asfixiante del ovillo, aunque preso de un punto de garbanzo del que ya nunca podrá escapar.