Asomó su cabecita por el borde del libro, se detuvo un instante, movió sus antenas escudriñando el entorno. Olvidé la lectura; me concentré en él. Trepó a la página y la paseó con pasos decididos. Primero la recorrió de arriba a abajo y de izquierda a derecha, no en línea recta sino trazando pequeñas curvas a uno y otro lado. Al llegar al extremo inferior se detuvo otra vez, pensativo. Giró sobre sus seis patas y emprendió un nuevo recorrido, esta vez desde el borde inferior hasta la mitad del borde izquierdo. Y allí volvió a detenerse sobre la palabra advertencia. No sé si leía, si aprendía ortografía (como yo), si quería comunicarse conmigo mediante un mensaje que no entendí, o si sencillamente descubría su sombra estilizada proyectada sobre la página anterior, admirándose. Estuvo un buen rato así, desafiante. Luego se dirigió de nuevo al borde de la página por el que había surgido, bajó el escalón del lomo del libro, caminó sobre la mesa de mármol oscuro hasta su extremo y desapareció de mi vista descendiendo, supuse, por la pata de la mesa.
Ya no he podido volver a enfrascarme en el estudio de las tildes; el bicho lector ha acaparado mi pensamiento, mi concentración. Desde entonces, siempre abro el mismo libro a la misma hora por la misma página sobre la misma mesa de mármol oscuro, por si aparece de nuevo. Día tras día esperando ver el amanecer de sus antenitas en el horizonte de la página inacabada.
(Foto, el bicho de las tildes)