(Continuación)
El hombre llegó hasta donde yo estaba. No pudiéndome refugiar en periódico o móvil, opté por fijarme atentamente en el recorrido de la línea circular impreso sobre la puerta situada frente a mí, línea circular que me importa un comino y que nunca voy a coger; un hacerme el sordo para tapar mi conciencia ya bastante insonorizada.
Y sucedió algo. El negro introduce su mano en uno de los bolsillos del desgastado chándal azul, rebusca en la profundidad casi vacía, extrae un par de monedas y las deposita con dignidad en el pocillo de mi paisano blanco. Resuenan como punzadas en las miradas soslayadas de los viajeros, que pronto vuelven a sus quehaceres; son esas circunstancias que te remueven unos instantes y luego olvidas.
Llego a mi estación de destino, salgo al andén. A mi espalda suena un crujir de puertas que se cierran, un estremecimiento de metal, el rozamiento de las ruedas sobre los raíles al alejarse, el silencio. Delante, el corto pasillo y más allá, el chirrido monocorde de la escalera mecánica que me vomitará –o me defecará– en unos minutos sobre la acera inundada de lucecitas, belenes y villancicos hipócritas.
(Foto: el metro sale de la estación)
(Foto: el metro sale de la estación)