Se subía a un perigallo con una pértiga de almez en la mano en cuyo extremo amarraba un capazo de esparto, de esos de recoger fruta. Y así pertrechado aguardaba pacientemente el paso de alguna nube. Recogía cúmulos, estratos, cirros, brumas. Luego las desmigajaba, las olía, las manoseaba ―acariciaba― y las dejaba cuidadosamente en el arroyo. Sabía que una mañana volverían a ser nubes.
Aquel día de tormenta alzó el perigallo entre la lluvia torrencial y el granizo, y cuando escampó ―el arco iris― no se lo veía, ni a él, ni la pértiga, ni el capazo. Había desaparecido entre truenos y relámpagos.
Un día despejado llovieron hebras de esparto y astillas de almez, pero nadie se dio cuenta.
Un día despejado llovieron hebras de esparto y astillas de almez, pero nadie se dio cuenta.
(Foto: cumulonimbo y ramilla de araucaria asomándose)