lunes, 6 de junio de 2011

Infarto de pitocardio


Fue mi compañero inseparable desde que tengo uso de razón. Siempre ágil, dispuesto, nervioso, vivo. A veces yo lo solicitaba a él; otras era él quien me requería a mí ilusionado. Nunca me falló, nunca le fallé, fuimos como esos amigos leales que todos anhelamos tener. En ocasiones, reconozco, abusé de él; a menudo fue él quien se excedió conmigo. La amistad es eso, sacrificarse el uno por el otro, estar “ahí”, acudir a la llamada sin condiciones, forzarse por ayudar hasta los límites de lo físicamente razonable.

Hasta ayer. Ayer comprobé que había ocurrido lo que ya me habían avisado las-gentes-que-siempre-avisan-de-estas-cosas: “Ojo, no abuses, a su avanzada edad es posible que en cualquier momento le dé el temido infarto: el infarto de pitocardio”. Y sucedió. El momento exacto del infarto no lo detecté, solo sé que al llamarlo no acudió como hizo siempre. Las circunstancias eran las idóneas: amanecida, habitación en penumbra, tranquilidad, susurro, piel sensual... Pero fue inútil, no respondió a mi angustiosa llamada ni a los ejercicios boca a boca que se le practicaron.

Y así sigue desde entonces: pansío, abatido, inclinado, con la mitad de sus dos funciones –la más agradable– eliminada. Viéndolo, me parece injusto que él se haya ido y yo siga vivo aunque muy tocado por su ausencia. Por eso llevaré conmigo su cadáver colgante –como esos monos que cargan con los despojos de sus crías empeñados en negar la evidencia de su tránsito– hasta el día en que yo también vuele al mundo de la indiferencia en el que él ahora vegeta.

Pero si algún día renace de sus cenizas como ave fénix milagrosa y vuelve a mirarme a la cara, que sepa que lo recibiré con fanfarrias, ramos de olivo, cohetería y pancartas, y lo volveré a llevar de paseo triunfal por esos lugares mágicos donde tanto le gustó medrar, hurgar, inmiscuirse, rebuscar, investigar, enamorarse.

(En la historia de cada hombre hay dos mujeres inolvidables: la primera con la que funcionó y la primera con la que dejó de funcionar. Foto: flor de lirio "pansía")

lunes, 30 de mayo de 2011

La gallina


La gallina estaba en el pasillo. Al pasar junto a ella, se abalanzó sobre mí y me mordió un ojo.

La hembra del gallo, de menor tamaño que este, de cresta pequeña o rudimentaria, con cola sin cobijas prolongadas y tarsos sin espolones, estaba en la pieza de paso larga y angosta del edificio. Al pasar junto a ella, se inclinó hacia delante hacia mí y me clavó los dientes en un órgano de la vista.

El animal de sexo femenino del ave del orden de las Galliformes de aspecto arrogante, con la cabeza adornada de una cresta roja, carnosa y ordinariamente erguida, de pico corto, grueso y arqueado, carúnculas rojas y pendientes a uno y otro lado de la cara, de menor tamaño que aquel y de carnosidad roja sobre la cabeza pequeña o rudimentaria, con la extremidad posterior del cuerpo y de la columna vertebral sin las plumas pequeñas que cubren el arranque de las penas del ave prolongadas, y la parte más delgada de las patas que une los dedos con la tibia sin las apófisis óseas en forma de cornezuelo, estaba en el espacio largo y angosto de paso entre los tabiques de la construcción fija hecha con materiales resistentes. Al pasar junto a ella, se apartó algo hacia adelante de su posición perpendicular al suelo, hacia mí, y me clavó los cuerpos duros engastados en sus mandíbulas y que sirven como órganos de masticación o de defensa, en la parte de mi cuerpo animal que ejerce la función de ver.

El ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso del sexo femenino del animal vertebrado, ovíparo, de respiración pulmonar y sangre de temperatura constante, con pico córneo, cuerpo cubierto de plumas, con dos patas y dos alas aptas por lo común para el vuelo, del orden de las Galliformes y de aspecto altanero o soberbio, con la parte superior del cuerpo, en la que están situados algunos órganos de los sentidos e importantes centros nerviosos, adornada de una carnosidad roja ordinariamente erguida, de parte saliente de la cabeza compuesta de dos piezas córneas, una superior y otra inferior, que terminan generalmente en punta y sirven para tomar alimento, corta, gruesa y arqueada, carnosidad de color rojo vivo y naturaleza eréctil y pendientes a uno y otro lado de la parte anterior de la cabeza, de menor tamaño que aquel y de carne irregular roja que sobresale de la parte superior del cuerpo en la que están situados algunos órganos de los sentidos e importantes centros nerviosos, pequeña o rudimentaria, con la parte extrema o última posterior del conjunto de los sistemas orgánicos que constituyen su ser y de la columna vertebral sin presentar prolongaciones en las piezas pequeñas de que está cubierto el cuerpo y que cubren el arranque de las penas del animal vertebrado, ovíparo, de respiración pulmonar y sangre de temperatura constante, pico córneo, cuerpo cubierto de plumas, con dos patas y dos alas aptas por lo común para el vuelo, y la parte más flaca, cenceña o de pocas carnes de las patas que une los apéndices articulados en que terminan el pie con el hueso principal y anterior de la pierna que se articula con el fémur, el peroné y el astrágalo sin las partes salientes del hueso que sirve para su articulación o para las inserciones musculares en forma de cornezuelo, estaba en el espacio largo y angosto de paso entre las paredes delgadas que sirven para separar las piezas de la construcción fija hecha de cada una de las materias que se necesitan para una obra resistente. Al pasar junto a ella, se apartó algo hacia la parte anterior de su posición que formaba un ángulo recto con la superficie artificial que se hace para que el piso esté sólido y llano, hacia mí, y me clavó los cuerpos duros engastados en cada una de las dos piezas córneas que forman el pico y que sirven como partes del cuerpo animal que ejercen la función de masticación o de mecanismo natural por el que un organismo se protege de agresiones externas, en una porción indeterminada del conjunto de sistemas orgánicos que constituyen mi ser vivo y que ejerce la capacidad de actuar propia de la percepción por los ojos de los objetos mediante la acción de la luz.

(Continuará)

lunes, 23 de mayo de 2011

La manipulación


La manipulación es algo cotidiano, habitual; nos soban, nos manosean, nos manejan, nos distorsionan donde quiera que vayamos. Se la practica desde la televisión, la prensa, la publicidad, la política, la iglesia, la familia, internet.

Su última novia lo había abandonado; le pasaba con todas sus novias: lo abandonaban cuando se les agotaban los tequieros reales y los fingidos. Más vale así. Buscando un relevo que aliviara su pena, recurrió a uno de esos lugares virtuales de relación social: “Timex. Encuentra el amor de tu vida. Relaciones serias. Regístrate por el módico precio de 59,99 euros”, rezaba su slogan en internet. Se registró; siempre había necesitado una última novia.

Decía llamarse artemisa 35. Aún no la conocía en persona; solo habían entrecruzado unos pocos mensajes intrascendentes a través de “Timex”, cuando le escribió citándolo en su casa a las doce de la mañana de ese mismo día.

–Ven a las doce, calle Panizo, 29 y tráete una cajita de “Gozamax”–, decía escuetamente su mensaje.

Gozamax, gozamax... pensó ¿qué será eso? Algo para el aperitivo, supuso; y se dirigió al hipermercado “Masbaratex”, cuya publicidad en prensa y televisión, exclama: “¡si no compras en Masbaratex es porque eres tonto!”. No le pillaba cerca de su casa, pero no quería que sus vecinos lo tildaran de tonto si lo veían entrar en el híper de la esquina.

–¿Tienen ustedes “Gozamax”?–, preguntó a la cajera.
–Pasillo del fondo a la izquierda, tercera estantería–, contestó señalando con un dedo indiferente, sin mirarlo.

Y hacia allá se dirigió, atravesando pasillos repletos de productos que se anunciaban en carteles colgados del techo, amarillos con gruesas letras rojas donde se leía “¡el más barato!”, y un precio debajo que siempre acababa en coma noventa y nueve.

Le extrañó que el pasillo indicado estuviera tan lejos de la sección de alimentos, no imaginaba qué se le podía haber antojado a artemisa 35. Llegó: colonias, pastas de dientes, maquinillas de afeitar, desodorantes. –Debe de ser algún tipo de colonia que le gusta–, pensó; y se puso a buscar entre lo expuesto, sin encontrar nada con el nombre de “Gozamax”. Cuando ya se disponía a irse después de escoger una colonia barata (“Brisa Irresistible” figuraba en su etiqueta) para rociarse antes de la cita, qué más le daría a artemisa 35 un perfume que otro, las vió. Las cajitas. Allí, colocadas una al lado de la otra. Con el nombre bien visible “Gozamax” en la tapa morada y, bajo el nombre, la imagen de un rostro femenino en pleno éxtasis.

–¡Leches!– exclamó –, preservativos, la cosa no se presenta mal–

Cogió una cajita después de mirar a uno y otro lado para comprobar que no lo veía nadie, a los hombres siempre les da vergüenza estas cosas. La escondió en el cesto, debajo de la colonia, y se dirigió a la zona de comestibles; quería llevar a artemisa 35 unos bombones, una botella de vino, algo. En el camino fue leyendo los cartelones que colgaban del techo. No se pudo resistir ¿Quién no compra unos pañitos para la cocina “Limpiex” cuando te ofrecen diez al precio de nueve, por “solo” (ponía en el cartel) 9,99 euros? ¿O un limpiacristales “Frotax”, que “se lleva hasta las cagarrutas de las moscas”, por “solo” 3,99 euros? ¿O dos pares de zapatillas “Relaxe System”, si la segunda te la cobran a mitad de precio y además te obsequian una pelotita de goma?

Mientras guardaba cola para pagar, rodeado de personas cada una con su pelotita de goma en la mano, miró de nuevo la dirección de artemisa 35, apuntada en un papel: calle Panizo, 29.

Era un barrio de chalets de dos plantas, con un jardincillo a la entrada; parecía de gente acomodada, le gustó. “Chez Martine, Masajes a los mejores precios. Discreción”, se leía en un cartel de letras doradas situado junto a la puerta del número 29. –Aquí es–, se dijo algo confuso por el cartel, que no entendió muy bien –¿No se llama artemisa 35? Quizá Martine sea una vecina suya fisioterapeuta–, pensó. Lo de la discreción, francamente, no lo comprendió. Pero daba igual, un posible nuevo amor lo esperaba tras aquella puerta. Miró la bolsa del “Masbaratex” que colgaba de su brazo, repleta de cosas inútiles, pero con los “Gozamax” a buen resguardo en el fondo, junto a la pelotita de goma.

Se ajustó la corbata, se echó un roción de “Brisa Irresistible” por el pelo, carraspeó un par de veces, y pulsó el timbre.

(Foto: un pasillo de Alcampo en Madrid)

viernes, 20 de mayo de 2011

La zarza, la pierna y la carretilla (Concurso Paradela-Junio 2011)


La pierna empujaba a la carretilla. Paso a paso.
Pierna y carretilla pasaron junto a la zarza.
La zarza no lo pudo evitar: se lanzó a la pierna y le mordió en el muslo.
La mala hierba fue arrancada y condenada a la hoguera.
Pobres zarzas, sus besos nunca son comprendidos.

lunes, 16 de mayo de 2011

Mi calle


El cohetazo me despierta de forma violenta; son las siete de la mañana. Después de hacerme –y contestarme– las tres preguntas de cada despertada, “¿quién soy?, ¿cómo me llamo?, ¿dónde estoy?”, me visto con parsimonia y me dirijo al balcón, soñoliento. Me asomo. Frente a mí se divisa el contorno añil de la sierra tantas veces recorrida, y una última estrella, Antares, despidiéndose de la noche entre los dos pinos de la cima.

Vivo en el tercer piso de una casa de pueblo situada en una calle poco llamativa y de nombre humilde: Junquico. Corta, estrecha y sin un solo árbol; nunca me he explicado por qué las calles de muchos pueblos del levante español no tienen árboles.

Es el día grande de las fiestas. A esta hora, cada caballo está siendo engalanado en su peña. Justo debajo de mi ventana, en la otra acera, está la peña de uno de ellos, "El Sabina”, grande y negro como la noche que se escapa. Ya está en la calle, vestido de gala, nervioso mientras un mozo lo sujeta del ronzal. Para tranquilizarlo, el mozo lo pasea calle arriba y calle abajo. Los observo desde mi posición cenital. Las luces encendidas de las farolas hacen refulgir las lentejuelas del manto, como si fueran mil luciérnagas apresuradas. Solo oigo el golpeo de los cascos sobre los adoquines y las palabras sosegadas del mozo, que le transmiten calma.

Mi calle es corta, ya lo he dicho; se domina completa desde mi balcón. Ahora el mozo dirige al Sabina hacia donde Junquico se abre en el Templete, el viejo bañadero que en un par de horas será una algarabía, una explosión de color y música. Luego lo hace girar sobre sus patas e inician el recorrido hacia el otro extremo de la calle. Veo el reflejo oblicuo de hombre y caballo en el escaparate oscuro de la inmobiliaria. Cruzan el callejón que conduce hasta la verja del colegio y pasan junto a la puerta roja de la Notaría hasta acabar en el otro extremo, en el aparcamiento del Hospital. Y retornan de nuevo hacia el Templete, mirando ahora el hombre hacia la acera donde se encuentra el portal de mi casa y la entrada al garaje, que no puedo ver desde el balcón. Sonríe. Dirige su mirada hacia el ficus que cultiva el dueño del estanco en un gran macetón de madera; una sola planta en un espacio vacío y gris. Ahora cruzan frente a la farmacia y llegan de nuevo al Templete que poco a poco se va llenando de gente. Y vuelta a empezar, "El Sabina" tiene que estar tranquilo para la dura jornada que le aguarda.

El cielo ya azulea, se empiezan a oír las charangas, huele a fiesta, pólvora y sierra. La peña de "El Sabina” y su sonora charanga vienen a recogerlo. Es el día de los caballos del vino.

Mi calle hoy se cree importante, pero mañana recuperará su tranquilidad habitual, su silencio, su nombre olvidado, su rutina. Nunca fue muy amiga de fiestas.

(Foto: un caballo del vino bajo mi ventana)

lunes, 9 de mayo de 2011

Irse


Irse
sin prisa
ni mirar atrás.
Asumir el nuevo fracaso,
el final de sus caricias
y de sus ganas.
Buscar la lejanía,
hacerse pequeño,
desaparecer.


(Foto: túnel en Miraflores - Madrid)

martes, 3 de mayo de 2011

Los caballos del vino 2011

Este dos de mayo ha estado pasado por agua en Caravaca. Pero ello no ha impedido que salgan a la calle los caballos del vino, una de las fiestas más populares, originales y alegres que he conocido, aunque me ciegue la pasión de paisanaje.


 El caballo Artesano, el que a mí más me gustó, delante del Ayuntamiento. Por aquí pasan todos camino del Templete, seguidos por sus peñas y bandas de música. Alegría a rabiar. Posteriormente se dirigen al castillo, a subiendo a galope la cuesta, que es la parte de la fiesta más "mediática", pero que no refleja en su plenitud el ambiente festero de toda la jornada.

Una de las bandas descansando un ratico, antes de que inicie el desfile hacia el castillo el caballo al que acompañan, en el portal de mi casa.

Y ya estoy oyendo ahora la prueba de micrófonos (Hola, sí, sííí, hola) para el parlamento de los reyes moro y cristiano de esta tarde.

lunes, 25 de abril de 2011

Mi única copa (o tener "mal ganar")


Durante muchos años sentí pasión por el tenis. Una pasión no compartida: a mí el tenis me apasionaba, pero yo no le apasionaba al tenis; los amores son a veces así de asimétricos. Participaba en torneos, en campeonatos... y siempre perdía. Mis rivales, al acabar el partido, me daban la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano), y me decían con una sonrisa de superioridad imposible de disimular: “Qué pena aquel lob que fallaste, has jugado muy bien”, o algo parecido; siempre hay una excusa para no herir la susceptibilidad del derrotado, un pasarle la mano por el lomo después de haberlo vencido o incluso humillado.

Total, que me fui acostumbrando a perder. Tanto me acostumbré que no solo no me molestaba perder, sino que me gustaba; siempre sonreía al acabar cada encuentro, feliz. “Tiene muy buen perder”, decían de mí; y era cierto.

Un año, la empresa en la que trabajaba organizó un torneo de tenis contra una empresa rival: siete participantes por cada empresa, siete emparejamientos individuales, siete puntos a repartir (uno por partido ganado). Y una copa para cada participante que ganara su punto, además de la copa para la empresa que venciera en el cómputo total. Yo me apunté ante el cabreo de mis compañeros, mi partido era un punto perdido seguro; pero al final tuvieron que admitirme pues no había más candidatos para completar los siete requeridos. En el sorteo, me tocó enfrentarme al número uno de ellos, un tipo que –decían–, jamás había perdido un partido y tenía muy mal perder.

Llegó el día señalado. Mi rival me impresionó en la presentación: me sacaba dos palmos de altura, sus brazos eran dos mazos, sus piernas dos columnas. Yo parecía un alfeñique a su lado, aunque procuraba meter barriga para no causar demasiado mal efecto. Al darnos la mano junto a la red (en este deporte siempre anda uno dándose la mano) recuerdo que me dijo, sin fijarse en mí: “Perdona que te gane en seguida, pero es que tengo prisa”

Y comenzó el partido. Y mira tú por dónde ese día me vino la inspiración, o la fuerza, o la habilidad, o vaya usted a saber qué, y pim, pam, pum, un revés por aquí, otro por allá, passing shots varios, lobs liftados o sin liftar, drives de muerte, smashs con grito, servicios a la te, dejadas increíbles... poco a poco lo iba ganando y minando su moral. En los cambios de pista me miraba con ojos cada vez más encendidos y me pareció ver, en el último cambio, cuando ya estaba a punto de perder, que echaba espumarajos por la boca. Aquel individuo parecía que en efecto tenía muy mal perder. Pero yo no estaba más feliz: también lo miraba en cada cruce con odio en mi mirada y también se me escapaban espumarajos por las comisuras de mis labios arqueados hacia abajo. Aquello no podía terminar bien. Me pareció comprobar, por primera vez en mi vida, que yo tenía muy mal ganar.

Y llegó el punto final: un saque suyo terrorífico que no sé muy bien cómo acerté a devolver, de modo que la pelota –bola, decimos los tenistas avezados– se posó mansamente al otro lado de la red mientras mi rival corría como un poseso desde el fondo de su pista, gritando energúmenamente, sin llegar a devolverla a mi lado. Yo había ganado el partido, el punto y la copa. Y ocurrió lo que se preveía: mi rival saltó la red gritando como un loco, y se dirigió hacia mí enarbolando la raqueta, dispuesto a partírmela sobre la cabeza. Tenía muy mal perder, en efecto. Pero mi reacción no fue diferente, me lancé sobre él también con mi raqueta al aire, no para defenderme sino de rabia por haber ganado el partido. Él tenía muy mal perder, y me di cuenta ese día de que yo, como suponía, tenía muy mal ganar.

Los recogepelotas y un cura que había por allí nos separaron y la cosa no pasó de dos cabezas partidas, dos raquetas rotas y mil insultos en el aire. Al final no nos dimos la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano)

Hoy supongo que en el mueble de los trofeos de mi rival de aquel día, lleno de copas, habrá un hueco en el lugar correspondiente a la copa que le gané. Cada vez que mire ese único hueco vacío imagino que volverán los espumarajos a sus labios. Mi caso es el contrario: mi mueble de trofeos está absolutamente vacío de copas, excepto aquella que gané aquel día. Cuando la miro también se me llena el morro de espumarajos. Cada uno recibe lo que merece, oye.

¿Que qué pasó después? Fácil: se me fue la inspiración y volví a perder todos mis partidos, hasta la fecha, para satisfacción de mis rivales y la mía propia. Siempre me dicen: “Da gusto jugar contigo, tienes muy buen perder”, mientras me extienden la mano (en este deporte se da uno muchas veces la mano), o me la pasan por el lomo.

(Foto: mi "sala" de trofeos)

lunes, 18 de abril de 2011

Dibugos

Hace tiempo publiqué en el blog los primeros escritos de mi hijo Daniel. Hoy quiero mostrar los primeros dibujos de mi otro hijo, Hugo. Los llamo “dibugos”, y los tenía guardados por ahí. Cuando los dibujó apenas tenía tres años. Su lengua era de trapo; coche para él era “ote”; padre, “paye”; rueda, “eia”; bicicleta, “eta”, y en su diccionario incipiente no existía la palabra tristeza. Me ayudó su madre en la interpretación, solo las madres saben interpretar al cien por cien ese idioma bisilábico incipiente de los hijos. Los padres, torpones casi siempre en estas lides, y en tantas otras, apenas si llegamos al diez por ciento. Debajo de cada dibujo escribí lo que él me dijo que había dibujado. Los primeros rayotes de un arquitecto.

Oca, eia cote, ten peo ma feio

Cote, boie

Cote ma ande, fiye

Queio tene eia

lunes, 11 de abril de 2011

Lluvia ascendente


Llovía hacia arriba, os lo aseguro, ¡hacia arriba! Brotaban las gotas desde la hierba que yo pisaba, gordas, y se precipitaban, es un decir, hacia el cielo. Un cielo azul, despejado. Yo estaba en el monte recogiendo espárragos; me gusta recoger espárragos, qué le vamos a hacer. El suelo se había cubierto de nubarrones al inicio blancos y luego negros, amenazantes. Sonó un primer trueno que parecía surgir del agujero de un grillo que grilleaba por allí. Y comenzó a llover hacia arriba; ya lo dije, no es cuestión de insistir.

Luego empezó a granizar; los granizos ascendían por la parte interior de los pantalones castigando mis canillas, dolía (no llevaba calcetines). Entonces cogí el paraguas, siempre lo llevo cuando voy de espárragos, es una manía. Apoyé su extremo en el suelo, lo abrí a modo de barca y, con un salto ¡hop! me subí agarrándome al mango.

La lluvia, cada vez más intensa, nos empujaba hacia arriba al paraguas y a mí dentro, o encima. Comenzamos a subir, a subir hacia el cielo, arrastrados hombre y paraguas por aquella fuerza irresistible. Al cabo de dos horas o cinco —no sé precisar, no llevo reloj cuando voy a buscar espárragos— salió un extraño arcoiris inverso y cesó la lluvia. Suspendido allí arriba, muy alto en el aire, asomé la mano para comprobar que ya no subía agua del suelo. No subía. Entonces cerré el paraguas; ya no tenía ningún sentido mantenerlo abierto.

(Mono: diego fecit)