lunes, 27 de diciembre de 2010

lunes, 20 de diciembre de 2010

Piel de reptil


Insomnio: dos oes en tu nombre que son como dos ojos abiertos, desvelados, sin párpados, sin pupilas, fijos en la nada del techo vacío. Círculos inútiles entre los altibajos de tu eme y tus enes equivalentes a máximos y mínimos de tu encefalograma desbocado. Otra noche igual, los cachivaches mentales se agolpan en mis sienes, sin orden, caóticos, intercambiables como las piezas de un rompecabezas sin una solución lógica. Ideas absurdas se apelotonan, se superponen sin conseguir salir hacia algún lugar donde volcarse a través de mi lengua, de mis dedos, como ahora mismo un cardumen de tequieros no pronunciados que explotan en mi cabeza sin puertas de salida. Ni ventanas. Entelequia variable, las olas nunca son la misma ola, eterno vaivén, ahora la ola me lleva caminando por la ladera de una montaña que nos une, tú en el levante y yo en el poniente, no hay que subir pendientes, sólo caminar por la curva de nivel hasta encontrarte sin conocerte, es fácil, y luego tomarte de la mano y subir a la cima de la montaña, ya estamos subiendo. Las cimas de las montañas son como los orgasmos paralizados de la geofísica, y a partir de ellas todo es cuesta abajo, un mirarse a los pies para no tropezar, desaparecen los cielos, surge la oscuridad de lo profundo y del regreso. Aún es de noche, eso sí lo sé, o lo intuyo porque mi piel reptiliana no obedece, no responde, sólo mi mente bulle chof chof en un confuso caldo tridimensional y laberíntico. Mi piel de lagarto necesita el calor del sol para funcionar, o el calor de tu piel, o el calor de una piel, los calores son todos el mismo, un concepto termodinámico, una definición, qué líos se cuelan por los entresijos de mi inconsciencia o de mi locura insomne que todo lo mezcla en un cocktail imposible de beber. Mañana, o dentro de un rato, cuando la noción del tiempo inexistente haya desaparecido, cuando me levante sin haber dormido ni velado, cuando mi piel reptiliana empiece a dominar sobre mi mente, me habré olvidado de lo que ahora escribo entre visualizaciones inciertas de papeles desordenados, muñequitos de trapo, la esquina verde de la pantalla de mi portátil, un resguardo del banco y algún lápiz despistado. Entonces ya serán las siete y media, perfectamente identificables en el reloj de mi mesilla, los tictacs del tiempo real no mienten.

Siempre me pasa igual.

(Foto: lagartija roquera en La Najarra, sierra de Madrid)

lunes, 13 de diciembre de 2010

Por qué me gusta escribir


¡Y yo qué sé! Es difícil saber por qué me gusta escribir. Quizá por herencia genética, mi padre dejó algunos libros publicados, y multitud de versos y chascarrillos desperdigados por folios, libretas o simplemente en cachos de papel.

Dicen que para saber escribir antes hay que haber leído mucho. Yo jamás fui un gran lector, aunque he procurado leer algunas de las obras de la literatura mundial consideradas como fundamentales. Mi vida profesional, discurrida entre redacción de informes, proyectos y estudios técnicos ya me tenía ocupada la faceta de escritor. Al llegar a casa cada día, cansado, lo que me apetecía era ponerme las zapatillas y trasegar un whisky diciendo eso de “¡Vaya día he llevao!”, no eran las condiciones idóneas para agarrar el bolígrafo y garabatear algo en una cuartilla en blanco. En general, los ingenieros redactamos de forma concreta y esquemática, mal, sin florituras, vamos al grano sin hacer mucho caso de puntuaciones ni ortografía. Pero pronto aprendí que un documento técnico o un proyecto malos y bien redactados se vendían mejor que otros buenos y mal redactados. Y empecé a esmerar la redacción de mis informes para que, al leerlos, sonaran mejor. Creo que contribuyó bastante el hecho de que tengo buen oído, la música y la literatura caminan de la mano. Funcionó, a partir de entonces fue subiendo en los demás la consideración que tenían hacia mí como técnico, y los clientes aprobaban mis informes sin poner muchas pegas, simplemente por haber sabido colocar, más o menos adecuadamente, unos puntos y unas comas entre formulajos y nombres científicos.

Pero todo tiene su medida, su límite. La ingeniería y la literatura pueden chocar en su difusa frontera, por lo que hay que saber hasta dónde se puede mejorar literariamente un informe ingenieril sin llegar a desvirtuar su contenido haciéndolo incomprensible técnicamente. Recuerdo un trabajo que realicé en Bogotá, donde se habla un español mucho más correcto que en España, cuyo informe final, extenso, quedó a mi plena satisfacción. Se trataba de un documento sobre los indicadores ambientales que había que definir para controlar el grado de contaminación atmosférica de la capital colombiana. Tema nada poético, por cierto. “Me gusta”, dije al leerlo, y se lo entregué al corrector. El corrector es una figura que en España no existe pero allí sí lo hay, o lo había. Su trabajo consiste en leer todos los informes técnicos presentados y corregirlos para hacerlos más literarios. A los dos días me devolvió mi informe corregido. Lo leí en público, asombrado por la musicalidad, la fluidez y el ritmo que había adquirido mi redacción, ni Gabo García Márquez lo hubiera escrito mejor. Al finalizar la lectura, los asistentes me felicitaron casi entre aplausos, aunque el texto poco tenía que ver con lo que yo había escrito en principio, no acabé de comprenderlo ni yo mismo y estoy convencido de que mis oyentes tampoco. Pero sonaba de maravilla, a veces la música oculta la letra, contradiciendo el dicho "aunque la mona se vista de seda, mona se queda".

Escribir es ahora una más de mis variadas aficiones, a la que puedo dedicar más tiempo. Hacerlo me produce una satisfacción personal difícil de definir, aunque mi pretensión no vaya más allá de juntar palabras y frases con un cierto orden de modo que resulten medianamente comprensibles.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Escalera de mano con plataforma superior


¿Os habéis fijado en lo incómodo que resulta cambiar la bombilla de la lámpara del techo usando la tradicional escalera de mano? Incómodo y peligroso, permanecer de pie en el último peldaño con los brazos levantados puede hacernos perder el equilibrio y caer al suelo con estrépito, con las molestias y desmoralización que ello ocasiona en el vecino de abajo. Con mi escalera de mano con plataforma superior se solventa esa incomodidad y peligrosidad. En la amplia plataforma hay espacio suficiente para que podamos movernos sin problemas, incluso enroscar la bombilla bailando seguros al ritmo de la música que queramos poner en el loro ¡yeah!

lunes, 29 de noviembre de 2010

Orquídea


Orquídea, flor de difícil rima.

Humilde en mi bancal, en el arroyo reseco, en la ladera calcárea entre pinos y alhucemas. Ignorada por los grajos, los conejos, las ginetas o el jabalí que se arrima buscando glandes de coscoja. Cepo ardiente inevitable de febriles abejorros que insisten en copular con tu corola amarilla, ellos te regalan vida mientras tú los enamoras. Sensual, hembra.

Te prefiero libre en esa tierra donde vegetas sin lujo que en una floristería procedente de un vivero, seleccionada, cortada, con un precio en tu cintura y destino de florero. Presa, efímera.

Flor de difícil rima eres, orquídea.

(Foto: una orquídea, "Ophrys lutea", cerca de mi cueva)

domingo, 21 de noviembre de 2010

El ventanuco


Te veo sonreír, misterioso, como alelado, sentado en tu sofá favorito, mirando a un punto en el infinito, los ojos perdidos, ausente. Yo estoy en la butaca, a tu izquierda, leyendo la última novela de María Dueñas, pero no me ves, no me miras. Yo a ti sí, de reojillo entre párrafo y párrafo. Tu actitud me tiene algo intrigada, no sé qué pensar, esa especie de beatitud, de embobamiento, de navegar mentalmente por cielos que desconozco, de contestar con un ¿qué? baboso a cada pregunta que te hago. Casi afirmaría que tienes una amante, tu actitud es típica de los maridos que la tienen, los hombres sois todos igual de previsibles y malos actores. No me importa demasiado, si yo te contara... Pero la curiosidad femenina me puede. Te quedas dormido, con la sonrisa babeante, y aprovecho para acercarme a ti, silenciosa, y para asomarme a tu alma y mirar qué es lo que te provoca tanto nirvana. Tu alma sigue hermética, como siempre, pero descubro una especie de ventanuco abierto, como un bloque de cemento que hubiera saltado por desuso. Y me asomo a tu interior...

(Foto: campito de fútbol a través de hueco en la pared no me acuerdo muy bien dónde)

viernes, 19 de noviembre de 2010

jueves, 14 de octubre de 2010

La botella vacía


Era una noche fría, húmeda y ventosa. Tras abotonarse el abrigo sobre su cuerpo consumido y alzar el cuello por encima de las orejas de forma casi inconsciente, se incorporó con gran esfuerzo del banco de madera sobre el que se encontraba tumbado y se sentó en él. Todo le daba vueltas, le dolían las articulaciones, no sentía las manos ateridas por el relente de la madrugada, ni los pies, que notó sólo cubiertos por unos calcetines finos cuando los apoyó sobre la tierra húmeda. Buscó a tentarujas sus zapatos, que encontró al cabo de un rato tirados de cualquier manera debajo del banco y se los calzó sin recordar que se los hubiera quitado. Sentía un fuerte dolor de cabeza y un sabor ácido en la garganta.

Poco a poco fue tomando consciencia de la situación y del lugar en el que se encontraba. Recorrió con su mirada vidriosa y turbia el entorno, deteniéndola unos instantes en los detalles que podía identificar en la oscuridad de la noche, oscuridad sólo interrumpida aquí y allá por la luz lánguida de alguna farola.

Todo lo que veía a su alrededor le resultaba extraño, desconocido. El gran árbol situado frente a él cuyas hojas mecidas por el aire de aquella noche caían al suelo, secas, debía de ser otoño. La papelera a su izquierda, del otro lado del camino de tierra, llena a rebosar de restos inidentificables de diversa índole. El pequeño estanque a sus espaldas con una humilde fuente y la estatua de algún personaje local importante. El camino de tierra que discurría a su lado, perdiéndose en la oscuridad a derecha e izquierda, rumbo a no sabía dónde. La botella vacía y muda al otro extremo del banco en el que se hallaba sentado…

El reloj de alguna torre cercana comenzó a dar campanadas. Las contó: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Eran las siete de la mañana, de una fría y húmeda mañana que no conseguía situar en el calendario de su vida.

Dejó transcurrir algún tiempo sentado en aquel banco extraño, sujetando con las manos la cabeza inclinada sobre su pecho, tratando de buscar una explicación, un por qué ¿Qué hacía allí a esa hora de la noche? ¿Cómo había llegado? ¿En qué ciudad estaba? Y sobre todo ¿quién era él? Sus preguntas se perdían como gritos sin retorno en su mente dolorida...


Al cabo de un tiempo difícil de evaluar, introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta que llevaba puesta y extrajo una cartera de cuero negro. Revolvió su interior con sus dedos helados. Había un abono de autobús con ocho viajes realizados, dos billetes de diez euros y uno de cinco, el listado de la compra en un supermercado, y lo que buscaba: un documento nacional de identidad. A la débil luz de la farola más cercana pudo leer en aquel documento un nombre, un apellido, una dirección, una fecha de nacimiento… Nada de lo que leía le traía algún recuerdo, alguna idea sobre su identidad.

Entonces trató de recordar algún episodio de su vida, de recomponer la imagen de un rostro femenino, de unos hijos, de un lugar de trabajo... Pero ningún recuerdo acudió a su mente vacía. Buscó a alguien a quien preguntar por sí mismo ¿sabe usted quién soy?, pero a esa hora el parque estaba totalmente vacío, sólo un perro famélico e indiferente trataba de volcar con afán el contenido de la papelera cercana. Y como único sonido, el del agua de la fuente que manaba no lejos de allí, y el del viento abriéndose paso entre las ramas de los árboles.

-Tengo que salir de aquí- pensó, y con un gran esfuerzo se puso de pie. Las piernas apenas lo sostenían. Buscó en algún bolsillo un cigarro y lo encontró junto a unas llaves que ni se preocupó en identificar, seguro de que sería inútil intentar hacerlo. Lo encendió y lanzó hacia la noche una bocanada de humo que el viento se encargó de hacer desaparecer. Miró hacia las copas de los árboles y vio que ya se percibía un ligero clarear en el cielo, pronto amanecería. El camino de tierra se fue haciendo más visible y al fondo, a lo lejos, pudo ver una puerta abierta que comunicaba el parque con el bullicio de la ciudad. No estaba demasiado lejos, quizás había entrado por ella el día anterior, o hacía varios días, no podía precisarlo. Hasta él llegaba el eco de los primeros coches circulando por las calles del entorno del parque, aquella ciudad desconocida comenzaba a despertarse.

Cogió del extremo del banco la botella vacía, la observó durante unos instantes, intentó exprimir un último trago que no encontró, olió su interior para tratar de identificar el licor que contuvo, buscó la etiqueta, y, sin hallar respuestas, la introdujo en el bolsillo de su abrigo.

Y con paso vacilante comenzó a caminar por aquel sendero de tierra que lo conducía hasta la puerta de su realidad olvidada, sin demasiada prisa ni interés por recuperarla.

(Foto: botella vacía en un banco de madera de un jardín de Campoamor)

lunes, 27 de septiembre de 2010

La mora


La recuerdo desde mi primera infancia. Me fascinaba la imagen de esta mora cuyo cuadro colgaba de una pared cualquiera de nuestra casa de Tánger. Su hiyab blanco, su sonrisa intuída, sus grandes ojos azul verde, el color del mediterráneo, su mirada insistente, sin parpadeos, todo me atraía en ese rostro. Cada día pasaba un rato absorto frente al cuadro cuando marchaba o volvía del colegio cargado con aquella cartera llena de libros, cuadernos, con el plumier y otros cachivaches.

Siendo yo aún muy joven nos vinimos a vivir a Madrid y la mora desapareció de mi entorno. La olvidé.

..................

Muchos años después la volví a descubrir en una pared de la casa que alquiló mi padre en Madrid, donde se estableció al jubilarse tras vivir por medio mundo. Y recuperé mi fascinación por ella, por su mirada, su complicidad, los recuerdos… mi niñez.

Mi padre era un hombre generoso, todo lo que poseía con algún valor material lo regalaba. Recuerdo un día que fui a visitarlo a su piso madrileño, siendo él ya muy mayor. Me dijo:

- Diego, elige cualquier cosa que veas en el piso y llévatela, es para ti -

La mora me miraba desde la pared de enfrente, sonriéndome una vez más. Es una pintura sin ningún valor, hecha sobre un simple cartón y firmada por un para mí desconocido E. Cuesta. Sin dudarlo, y señalándola con el dedo, le dije:

- La mora -

Él me miró con una sonrisa nostálgica y me contestó:

- La mora no -

Lo suponía. Suponía que el cuadro, que había acompañado a mi padre durante cuarenta años por tres continentes, también ejercía sobre él una fascinación difícil de controlar y explicar, quizás por razones parecidas a las mías, o quizás diferentes. Nunca es tarde para conocerse mejor.

Mi padre murió. Y yo, esta vez sin pedir permiso, descolgué el cuadro y me lo llevé. Hoy vive humildemente en mi casa de Caravaca, después de haber recorrido paredes de La Habana, Luxemburgo, Rabat, Kinshasa, Lisboa, mientras yo me olvidaba de ella.

Y desde esta pared más próxima a su kasbah, me sigue mirando con la misma intensidad que hace cincuenta años, con el mismo misterio, con la misma seducción, me trae la imagen del bakalito de enfrente, de las tortugas del jardín, de Jimo y Lurdes, mis primeras caricias, inocentes y sentidas, los alá alá alá jandulela a coro en la acera, el olor de la jarira, los meblis de cristal sobre la tierra, las historias inventadas de Peque, y me habla sin palabras de la fascinación que mi padre sentía por ella y de la que ella sentía por mi padre. Sin duda también estuvo colgao por su mirada, como lo sigo estando yo muchos años más tarde.

(Foto: Cuadro de E. Cuesta - detalle)

sábado, 18 de septiembre de 2010

Semana de abandonos


Una semana, sólo una semana ha bastado para que me abandonen las tres mujeres que apuntalaban mi existencia.

El lunes me dejó mi mujer. Ya se sabe, la rutina, las conversaciones que se repiten o que no llegan, las diferencias de criterio, los niños ya criados, ¡qué sé yo!, todas esas cosas que hacen imposible cumplir el “hasta que la muerte nos separe” que decimos inconscientemente porque nos obligan, bajo presión, sin pensar ni un segundo lo que conlleva esa expresión. Lo imaginaba, los últimos meses se acicalaba más, se recompuso, y se dedicó a dar clases de golf, ya se sabe, el profe de golf se coloca detrás del alumno (alumna en este caso), pegado a su cuerpo para asesorarle en el correcto uso de los brazos, y claro, tanto roce..., los abrazos posteriores es lo que tienen. Además, tengo que reconocer que el profe de golf está bastante más bueno que yo.

El miércoles me dejó mi amante. Diez años de amancia casi ininterrumpida, de “mi mujer no me comprende”, de “mi marido tampoco”, de regalos caros y comidas en buenos restaurantes, de habitaciones en hoteles cuatro estrellas que se dejan a las nueve de la noche porque hay que volver a casa a acostar a los niños, de viajes inventados, de salidas eternas en busca de tabaco al kiosko de la esquina... para acabar recibiendo una llamada, “me vuelvo con mi marido ¿sabes?” me dijo, así, de sopetón, sin preaviso. Pero también lo barruntaba, no me llevé una gran sorpresa, llevaba ya algunos años haciendo hijos que no se me parecían nada. Pero nada de nada ¿eh?

Y el viernes sufrí la pérdida más dolorosa: me dejó mi asistenta. Mi Loli, que mantenía como los chorros del oro mi piso del pueblo, mi Loli, con quien mi relación era perfecta: no nos veíamos. La llamaba, “Loli, voy al pueblo el lunes ¿me podría dar una pasadita al piso?”, y siempre contestaba lo mismo “mañana me paso por allí”, y al terminar me dejaba una nota en la quesera que nunca utilicé como quesera, “32 euros” ponía, o los que fueran, y yo depositaba sin rechistar el dinero en la quesera que nunca utilicé como quesera, y Loli lo recogía cuando yo ya me había ido. Y así hasta la siguiente vez. Relación casi perfecta entre hombre y mujer, sin verse, el verse mucho siempre trae inconvenientes, incompatibilidades, cosas, lo mejor es no verse salvo en las ocasiones en que alguna urgencia compartida de las partes nobles lo exija.

Y ahora ando aprendiendo a saber (y a manejar, que es más complicado) qué es una mopa, un limpiacristales, los limpiagrasas, limpiabaldosas, limpiasuelos, las toallitas del mercadona, la fregona, el aspirador para las alfombras, el limpiabaños, la scochbrai, cepillos de diferentes calibres, bayetas... y a cantar por Mecano, que las labores domésticas sin canturrear cunden menos. Demasiado para mi cuerpo maltratado.

Si pudiera las recuperaría a las tres, sin dudar, pero si me obligaran a elegir una, me quedaría con mi casi desconocida Loli, aunque sólo fuera por egoísmo y aunque tuviera que colocar más monedas en la quesera que nunca utilicé como quesera.

Quién me ha visto y quién me ve, con lo que yo he sido...