Al coger las llaves para entrar en mi cabaña me fijé. Estaba detrás de mí, a tres metros de distancia, pluma negra, parado, moco colgante, mirándome. El pavo. Sin duda me había seguido desde algún punto del camino que tomé tras dejarla en su casa pelando patatas. Me observaba con insistencia indiferente. Le dije “¡ox, ox!”, en el idioma que se emplea para espantar a las gallinas, pero no lo entendía, o fingía no entenderlo, y siguió allí, impasible. Cerré la puerta y me acosté, era tarde.
A la mañana siguiente, al salir para llegarme hasta su casa y comprobar si seguía pelando patatas, el pavo permanecía allí. Esperándome, sin duda. Por el camino de tierra me seguía a tres metros en silencio. Si yo paraba él paraba; si seguía, él seguía; si lo miraba, él me miraba. Tres horas detrás de mí por trochas, veredas, senderos y vaguadas.
Harto, no sabía qué estrategia seguir para desprenderme de él, nunca me ha gustado que me siga un pavo.
Al final decidí subir a la cima del Cerro Gordo, el más alto del lugar, a los pavos nunca les ha gustado subir montes, creo. Dos horas de subida atravesando canchales, laderas empinadas, aulagares. Al llegar arriba, exhausto, miré hacia atrás. Allí estaba el pavo, a tres metros, parado, sin muestras de cansancio. Mirándome.
Entonces tuve una idea: señalé una nube que pasaba sobre nosotros –alguien, no recuerdo quién, me dijo una vez que a los pavos les gustan las nubes–, y aprovechando que giró y elevó la cabeza para mirarla –y que en el movimiento el moco le había tapado el ojo derecho–, me precipité monte abajo a toda velocidad, por la vertiente distinta a la que habíamos subido, saltando matorrales, piedras, arroyos, conejos y cabras, sin detenerme ni un instante para mirar hacia atrás, hasta que al fin llegué al pie del monte. Me detuve jadeando detrás de un enebro y miré a mi alrededor. No había pavo. Miré luego hacia la cumbre, pero no se lo veía bajar por la ladera. Libre al fin, pensé, y me encaminé a la casa de ella.
Dos horas me llevó llegar, dando un rodeo para despistar, interrumpidas de trecho en trecho por miradas angustiadas a mi espalda por ver si el pavo me seguía. No había pavo, me había liberado de él, pensaba, ingenuo.
Abrí la cancela del jardín y me dirigí a la puerta. Pude oír en el interior el ris ris del cuchillo pelador de patatas, quizás llegaba a tiempo.
Pero antes de golpear la aldaba para que me abriera, giré la cabeza, escudriñé el entorno, temeroso, y... ¿sabéis quién estaba detrás de mí? Os equivocáis, seguía solo. No había ni rastro de aquel pavo que debería haber estado allí, a tres metros de mi espalda, mirándome, según los guiones establecidos y las historias previsibles. Algunos cuentos de pavos tienen finales sorprendentes.
(Foto: la cumbre del Cerro Gordo, y la nube que miraba el pavo)