Llevo días observando una fila de hormigas. Me gusta mirar las filas de hormigas, verlas cómo van y vienen. Cada uno tiene sus desocupaciones, sus maneras de pasar el tiempo, y yo no iba a ser menos.
Las hormigas que salen del hormiguero van descargadas, y las que vuelven van cargadas cada una con un grano de trigo sustraído del granero de mi abuelo. Lógico, pienso, siempre ha sido así: el abastecimiento para los tiempos de carencia.
Me fijo bien y hay una hormiga que no transporta nada en el viaje de vuelta al hormiguero: la hormiga número 2.159. Camina como llevando pero sin llevar, fingiendo, insolidaria, aprovechada. Sigue a la anterior y es seguida por la siguiente (la disciplina) pero ninguna de sus compañeras se percata de que viaja de vacío, sin esfuerzo, sin contribuir al trabajo colectivo. Se mete en el hormiguero y vuelve a salir a los cinco minutos para colocarse en su lugar de la fila y dirigirse al granero de mi abuelo en busca de nuevas provisiones. Al rato sale, siempre de vacío, precedida de la hormiga 2.158 y seguida de la 2.160, ambas con su granito de trigo, como todas las demás del resto de la fila menos ella. La operación se repite durante horas y horas, durante días y días, sin que sus compañeras se den cuenta en ningún momento de la caradura de la hormiga 2.159; las hormigas solo son listas para según qué cosas.
No sé qué hará en el interior del hormiguero mientras sus compañeras depositan en la despensa su pesada, repetitiva, agotadora carga, pero barrunto que la hormiga 2.159 aprovecha esos momentos de desconcierto general para acercarse a la cámara de la adormilada reina, abotargada por el sopor que da el peso y la responsabilidad de la corona, y copula con ella repetidamente sin que la reina se entere. Luego sale de la cámara y se coloca en la fila en el lugar que le corresponde, entre la hormiga 2.158 y la hormiga 2.160. Y vuelta a empezar. El ciclo de la cosa, ya se sabe.