Me arrimé a la orilla vistiendo solamente mi bañador verde y me lancé al agua de la costa alicantina. Comencé a nadar siguiendo el rielado de la luna, ritmo tranquilo –soy buen nadador–, unas cincuenta brazadas por minuto, estilo crawl, respiración acompasada, coger arriba, soltar abajo, relajada batida de piernas, pensando en mis cosas y en algunas cosas de los demás.
El tiempo transcurría, la luna se fue, las luces de la costa desaparecieron. Salió el sol y yo seguía y seguía braceando, me encontraba bien, sobrado. Aumenté la frecuencia hasta sesenta brazadas por minuto, un buen timing –o ritming– para agotarse antes o para conseguir buenos registros en un cronómetro. El sol subía en el cielo, se suspendía, bajaba, se ponía en el horizonte; seguía su curso, indiferente. Llegaba mi segunda noche en un mar encalmado, el cansancio no aparecía ni el ahogamiento subsiguiente. Es lo malo se estar tan en forma.
Al quinto amanecer oí el aspeo de un motor de helicóptero a escasos metros sobre mi cabeza. Me detuve –no sin pesar, seguía a muy buen ritmo y detenerse perturba los avanzares, los trastroca, los desinstala–, me giré hacia él. Un hombre se asomaba al portón con un megáfono en la mano y me gritaba: “¡Alfonsino, vas increíble, si sigues a ese ritmo puedes batir el récord mundial de la travesía a nado España-Argelia!”. Le hice la señal internacional de levantamiento del pulgar de la mano izquierda y proseguí, aumentando la frecuencia a setenta brazadas por minuto, había un objetivo.
El sexto día –un miércoles– divisé la costa africana a lo lejos y empecé a verme rodeado por pequeñas chalupas cuyos ocupantes me jaleaban agitando banderas de mi pueblo (porque nunca se sabe si a un ciudadano de mi puñetero país le puede molestar o incluso indignar que le agiten una bandera nacional) y, entre gritos de “ánimo”, “tú puedes” y "grande, Alfonsino" en lengua taqbaylit me acompañaron hasta tocar tierra en una playa cercana a Tigzirt, donde me esperaba un gentío entusiasta aplaudiendo mi hazaña: había roto el récord.
Ahora vivo y tengo una calle con mi nombre en este acogedor pueblo africano y he montado un chiringuito playero donde medro feliz, firmando autógrafos y contando mi gesta a los chavalillos kabilianos y a los cuatro turistas de barriga cervecera que campean por acá. Mi canción quedó aplazada sine die.