Bueno, hoy y siempre; la cueva es atemporal.
Sigue ahí, semioculta bajo el lentisco y el espino negro.
Con su sima tan excitante, tan atrayente,
tan sin fondo visible, tan ¿dónde acabará?.
Las pinturas de su bóveda.
Su réplica a escala reducida, la cuevecilla
con sus estalactitillas y estalagmitillas.
Su falillo oculto en uno de sus pliegues, que descubrí no hace tanto y que me hace dudar de su sexo, ¿es cueva o cuevo? Me da igual, lo nuestro ya es irreversible.
Su cabra macabra apresada entre dos rocas profundas; no sé si cayó desde la entrada o si provenía de las profundidades luciferianas.
Sus dos columnas, que tanto me fascinan.
Y su fantasma, inofensivo pero inquietante.
Solo una cosa ha cambiado: ahora entro con casco, para evitar las erosiones que sobre mi calbeza producían sus techos bajos (hay cariños que no matan, pero dejan malherido)
A la vuelta, unos esparraguicos recogidos en los ribazos generosos mayreneros. Breve paso por la sartén, una miajica de aceite de arbequina, sin sal para que no se dispare la tensión. Ni os cuento cómo sabían... (tengo más)