Hay cosas que por el uso ―o el abuso― trascienden de su naturaleza material y se convierten en algo vivo, querible, con alma. Es algo así como la transubstanciación, pero en ateo.
Me ocurrió con una camiseta de color fucsia y múltiples bugs bunnys estampados que me regalaron mis hijos, cuando aún. Duró siglos, me la ponía hasta para dormir convertido en un miembro más de la conejera. Hasta que desapareció misteriosamente del cajón de mi armario, junto a otras vetusteces no tan queridas ni recordadas.
Ha vuelto a ocurrir con numerosos artilugios, artefactos, cachivaches, entes. El último ha sido mi cecuatro, que ha vivido conmigo los últimos nueve años. Doscientos setenta mil kilómetros por pistas, autovías, carreteras, desde Betanzos a Cartagena, desde Huelva al Llobregat. Confidencias, anécdotas, secretos compartidos ―aquel dedo pulgar de un pie que presionó su luna delantera hasta hacerla estallar― risas cómplices, músicas.
Cuando lo dejé hace solo unos días para subirme en su heredero, tras mi beso de despedida, me dirigió una mirada que no le había visto nunca. “¿Por qué?”, me preguntaba. Tú lo sabes bien, pequeñajo: es mejor ahora, así ninguno de los dos asistimos al deterioro inminente del otro.
(Foto: mi exC4)
(Foto: mi exC4)