Dos horas subiendo por senderos rumbo al collado de la
Peña Rubia, calor sofocante aunque ya estamos casi en octubre. Jadeo y sudor. Sed.
Una mochila con equipaje escueto: frutos secos, unos
prismáticos (nunca se sabe qué aves pueden aparecerse entre las peñas), y una
botellica de agua. Agua… hay que racionarla, apenas un chupito cada media hora
para humedecer los labios, aquí no hay manantiales. Una duda rasgando los
recodos desgastados de mi mente ¿Seguir hacia arriba? ¿Dar media vuelta y
volver a la sombra de ese pino donde me espera García Hortelano y una cervecica
fresca? La decisión siempre es la misma: subir un poquico más, hasta la loma
que se dibuja allá arribotas.
Y de repente… esto
¡Un chorrico de agua!, brotando de las entrañas de esta
sierra reseca, casi un milagro. Me lanzo como un poseso, me acucuno y, más que
beberla, la muerdo, la mastico como si fuera el último trago de mi vida.
Saciado, me siento a su vera ¿una hora?, me gusta oír su canto, el único en
este paraje solitario, aparte de las alegres charlas de un bando de mitos que
he visto hace un rato revoloteando de pino en pino. Luego prosigo mi camino,
refrescado por dentro y por fuera. Y a medida que el sol va pintando otra vez
de sudor mi cuerpo, voy pensando que si en estas sierras hubiera mil chorricos
como éste, sus ramblas serían ríos y mi querida y sedienta tierra no tendría casi que mendigar agua a quienes les sobra.
(Foto: la fuente de la teja, cerca de la cueva de la Barquilla)