De pronto vio que, un poco más adelante, el camino se
bifurcaba en dos ramales, uno que continuaba ascendiendo hasta perderse en la oscuridad
de la noche, y otro que bajaba ladera abajo, hacia lo que Fer pensó que podía
ser un valle oscuro. Al llegar a la bifurcación, Fer se detuvo, indeciso ¿cuál de
aquellos caminos debía tomar para llegar a la cueva? Los dos se hundían en la
noche, pero el del valle parecía más fácil de recorrer, el otro no hacía más
que trepar y trepar por el monte...
Y de repente.... ¡lo vio!
Al principio, para Fer sólo fue una sombra sentada sobre
una piedra que separaba los dos caminos. Fer se asustó, estuvo a punto de
gritar (quizás hasta gritó), quiso darse la vuelta y salir escopetado hacia
abajo, hacia su cama que aún debía de estar calentita... Pero, aunque se le
vinieron a la memoria todas las historias de miedos y fantasmas y lobos y
aullidos que le habían contado esa tarde, aquella sombra sólo transmitía paz.
Poco a poco descubrió que la sombra era un hombre mayor, que miraba a Fer con
una inmensa dulzura, a través de unos ojos pequeños y alegres como los suyos. Fer se le acercó, pasito a pasito, fascinado, hasta que estuvo bastante próximo como para coger la mano que el señor mayor le
tendía. Así, cogidos de la mano, se miraron con la misma mirada, con los mismos
ojos entornados, y sus mismas caras mofletudas se abrieron en una sonrisa
única, como las dos caras de un espejo, casi iguales si no fuera por las
arrugas que adornaban los ojillos del señor mayor. A Fer se le pasaron todos sus miedos, aquella persona le
inspiraba absoluta confianza. Sin soltarle la mano le preguntó:
-–Esto... abuelo ¿cuál de estos dos caminos es el que lleva
a la cueva misteriosa?
El señor mayor lo miró sin dejar de sonreír y le señaló,
levantando la cabeza y haciendo un gesto con su gran nariz, hacia el camino que
subía por el monte.
–Puf! –dijo Fer– Pero ya llevo mucho rato caminando, estoy
muy cansado, y ese camino tiene muchas cuestas, además, no me he traído nada
para comer...–
El señor mayor metió la mano en el bolsillo de su camisa y
sacó lentamente un caramelo mitad azul y mitad verde envuelto en un papel que
era al revés, mitad verde y mitad azul. Se lo entregó a Fer quien, después de
desliarlo, lo introdujo en su boca y empezó a chuparlo lentamente, mientras
miraba el camino que debía seguir. El día empezaba a clarear, y en lo alto del
monte se veía una estrella que Fer imaginó que le mostraba el lugar donde se
encontraba la entrada de la cueva. Siguió chupando el caramelo, mirando aquella
estrella, y notó que las fuerzas volvían a apoderarse de él. Sonrió una vez
más, decidido a encontrar la cueva, seguro de que por fin lo iba a conseguir.
Pero antes de continuar su camino, se volvió hacia el sitio donde estaba el
señor mayor, quería agradecerle su ayuda.
–¡Gracias, abue...lo... ¿abuelo?
El señor mayor ya no estaba allí, sólo quedaba la piedra
sobre la que había estado sentado, y un intenso olor a romero. Fer se encontró de nuevo solo, con un papel la mitad verde y
la mitad azul en la mano, que introdujo en el bolsillo del pantalón para depositarlo en la
primera papelera que encontrara, sus padres le habían dado muchas veces la
paliza de que los papeles no se tiran al suelo y Fer, a veces, obedecía a sus
padres. Pero en el monte no hay papeleras, por eso se lo echó al bolsillo y se
olvidó de él. El día ya clareaba, el brillo de la estrella empezó a perderse,
hundido en los rayos del amanecer, y Fer siguió subiendo el camino, feliz,
confiado, lleno de fuerza....
.... hasta que lo despertó un rayo de sol que se colaba
entre las cortinas de su dormitorio. Ya era dos de septiembre.
Ha sido un sueño– pensó Fer–, un sueño muy bonito.
Bostezó dos veces, se sentó en la cama, se puso
su camiseta roja, su pantalón y no pudo evitar rebuscar en el bolsillo. Allí estaba: lo palpó, lo sacó. Era el papel, la mitad verde la
otra azul, del caramelo que le había dado aquel señor mayor en el
monte. Fer miró el papel, lo hizo crujir entre sus dedos
regordetes, y lo volvió a introducir en el bolsillo, con parsimonia, mientras
guiñaba un ojillo pícaro y sonriente al rayo de sol que se colaba por la persiana.
(A mi hermano Fernando, a quien un dos de septiembre una curva maldita impidió que llegara a conocer a su nieto Fer, que tanto se le parece)