lunes, 24 de noviembre de 2014

lunes, 10 de noviembre de 2014

Los últimos cinco minutos


—Te han sobrado los últimos cinco minutos— me dijo al cerrar la puerta del coche. Luego se giró, digna, y la vi desde mi asiento alejarse hacia el portal de su casa. 

Toda mi estrategia se vino abajo al final, y mira que la había planificado con esmero, mira que había salido todo bien hasta ese «te han sobrado los últimos cinco minutos», me dijo, minutos que a mí me habían parecido a priori los más trascendentales y decisivos para alcanzar mi propósito esa noche. 

Empecé llevándola a la ópera (odio la ópera), sabedor de que a ella le entusiasma. En un aria del segundo acto, en que el tenor se agarraba con desesperación al brazo de la soprano para alcanzar el registro imposible, ella, levitando, agarró también mi brazo y lo apretó con fuerza mientras sus labios se entreabrían en un gesto de admiración. «Esto marcha», pensé, dejándome apretujar y mirándola con sonrisa de conejo mientras ella no separaba los ojos de la escena ni me hacía puto caso. Pero ya no soltó mi brazo hasta el final, cuando aplaudió durante toda esa cantidad insoportable de minutos que dedican los espectadores a aplaudir a los intérpretes de cualquier ópera, lo hayan hecho bien o mal, mientras gritaba enardecidos bravos. Salió del teatro sonriendo, enganchada a mi brazo, comentándome cada ripio, cada escala, cada decorado, cada entrada de la orquesta. Agradecida. 

Luego la llevé a un restaurante vegetariano (odio los vegetarianos, pero a ella le gustan hasta extremos casi patológicos), el más caro de la ciudad, donde había advertido previamente que me reservaran una mesa retirada, con poca luz (la suficiente para no pegarle un mordisco al mantel en lugar de a la zanahoria) y, sobre todo, sin violinista que viniera a darnos un toque romántico a mitad del panaché, esos músicos no demandados me han estropeado más de una cena, qué pesados son. La cena fue también un éxito. Le hablé de Verdi, de Puccini (de nadie más porque solo me había aprendido esas dos biografías), engolé la voz para parecer más interesante e incluso puse mi mano sobre la suya sin que mostrara rechazo. Con el segundo plato, un bloody mary scramble en el que sobrenadaba una amenazadora cebolla de horrible aspecto gelatinoso, pedí otra botella de Marqués de Viñahermosa del 73 (le gustan los buenos caldos y ese, que yo desconocía, especialmente) pues sabido es que el alcohol libera los sentimientos y ablanda las barricadas. «Mi plan funciona de maravilla, esto ya está chupao», me oí pensar mientras peleaba por engullir la escurridiza cebolla, qué manía de echar cebolla a todos los guisos. 

Salimos del restaurante, y entre risas le eché el brazo al hombro y nos dirigimos a mi coche, el viejo Mégane que esa mañana había lavado y vaciado de las colillas que deja mi mujer en todos lados, cómo fuma la Marilú. En pocos minutos (ella vivía cerca, todo estaba perfectamente planificado, no había que dar lugar a enfriamientos y distanciaduras) en pocos minutos, decía, aparqué frente a su portal. Y entonces puse en marcha la tercera y definitiva fase de mi plan. Me giré hacia ella, acerqué mi cara a la suya, puse ojos de borrego (había ensayado la mirada en el espejo del cuarto de baño), y en voz baja pretendidamente sensual y seductora (también ensayada) le dije la frase que pensaba iba a ser definitiva: «me apetece darte un mordisquito en la nariz, ¿me invitas a la última copa en tu casa?». Se volvió hacia mí, retiró de la suya mi cara de bobalicón, se desprendió de mi medio abrazo, abrió la puerta del coche, salió a la acera, cerró la puerta, se asomó a la ventanilla y me dijo lo que ya quedó consignado al principio del relato, aquello de «te han sobrado los últimos cinco minutos», me dijo, frase que aún retumba en mis oídos. 

Mientras se acercaba al portal, a paso sosegado y con la naricilla inmordisqueada, yo observaba desde mi asiento con cara de gilipollas su espalda indesnudada, su melena indespeinada, su falda indesabrochada, sus piernas inacariciadas, sus zapatos indescalzados y me venía a la memoria el tilonorrinco, ese ave australiana cuyo macho se pasa días y días aportando cristalitos de colores al nido para intentar seducir a la hembra que lo observa indiferente y que suele largarse en el último minuto, dejándolo compuesto y sin novia (y con ese horrible dolor conocido como blue balls), quizás porque le sobró el cristalito final. 

Con complejo de tilonorrinco arranqué el coche y me alejé pensando que la próxima vez empezaría por los cinco últimos minutos, por el cristalito final, y si fallaba mi estrategia me iría solo a comerme un filetorro a la cantina de abajo, oyendo en el loro del viejo Mégane a Shania Twain, que es lo que me gusta, y pensando que al menos me había ahorrado un pastón en bienquedares y copulamientos frustrados.

(Foto: pajarraco y caramelicos de colores)

viernes, 7 de noviembre de 2014