viernes, 28 de enero de 2011

Punto final


Participio nombre propio femenino dos puntos artículo fecha coma pronombre personal verbo conjunción copulativa pronombre personal infinitivo punto y seguido sustantivo punto y coma sustantivo punto y aparte

Conjunción copulativa abrir paréntesis adjetivo calificativo cerrar paréntesis adverbio verbo sustantivo preposición pronombre sustantivo punto final

jueves, 27 de enero de 2011

Comedero para aves

Este comedero para aves que traigo hoy a mi bricolaje loco lo he plagiado descaradamente. Su creadora es Françoise, forera de Infojardín; ahí podéis encontrar una foto real del artefacto (subforo de Aves). Me parece genial como invento, artilugio o engendro, aunque -según dice su inventora- no se ha acercado por allí ningún bicho alado. No me extraña; dudo de que, si yo fuera gorrión, me aproximase a esa “cosa”. De entrada asusta. Consiste en lo siguiente: A. Botella de plástico, de esas de agua de litro y medio. B. Cuchara, a ser posible de madera (por eso de la estética y del medio ambiente), incrustada en el plástico de A a través de unos agujeritos, y por cuyo mango se supone que tienen que bajar los alimentos situados en A, como si fuesen bolas del sorteo de la lotería de Navidad. C. Palillo de dientes (sí, palillo de dientes, palabra) D. Cacho de manzana pinchado en C. E. Adorno (insisto, adorno) a modo de faldoncillo, hecho no se sabe muy bien de qué material ni con qué finalidad. F. Tapón de A. G. Alambre o alambrillo para unir A y H. H. Rama de la que se cuelga el engendro. I. Hoja de la H a la que se cuelga A. J. Pajarillo huyendo despavorido al ver la “cosa”. K. Comida introducida en A para que vaya cayendo hasta B. Puede estar constituída por: migas de pan de especias, posos de descafeinado del desayuno, restos de tortilla, cacahuetes que sobran del picoteo, etc. El funcionamiento es sencillo: se prepara el artilugio, se rellena de comida, se cuelga de la rama, la comida cae a las cucharas... y a esperar a que se acerquen los pajarillos mientras se los observa detrás de los visillos de la cocina para sacarles fotos que encima salen desenfocadas. Como comedero de aves, no sé yo...; pero como candidato al premio Antinobel de Física de este año, este artilugio tiene un accésit asegurado, Françoise. Yo que tú lo patentaba.

lunes, 17 de enero de 2011

Salir


Empuja desde dentro queriendo
salir
y se estrella contra
los barrotes cerrados
de la incomprensión.
Grita.

Aleteo inútil en líquido
ajeno
sin poder rasgar
la burbuja viscosa
de su realidad.
Idiota.

Allí lo dejaste frío y sin
respuestas
con las que intentar
abrir el cerrojo
de tu voluntad.
Solo.

(Foto: el moscardón que se creyó pez y solo era un moscardón. Balsa de Mayrena.)

lunes, 10 de enero de 2011

Jaco


A Jaco lo conozco desde ni se sabe. Compañero de colegio y de universidad, siempre fue “el otro”, el diferente, el que no fumaba cuando no fumar se consideraba poco elegante y poco varonil, el que prefería un paisaje de día a un cubata de noche. Caminaba a contracorriente, estorbando; o se mudaba a la acera de enfrente, la que no tiene escaparates, para ir solo sin molestar a nadie.

–Eres muy raro –le decíamos.
–Sí –contestaba; o no contestaba nada.

Acabados nuestros estudios universitarios, la vida nos separó. Tardé mucho tiempo en reencontrarlo. Hace tres años, cuando ya ambos peinábamos canas y calvas, me lo tropecé en la acera de una calle cualquiera sin escaparates. Parecía feliz. Me contó su vida: cuatro cambios de trabajo, tres veces separado, varios hijos de madres diferentes, cinco continentes, a punto de jubilarse... y enamorado de nuevo.

–Ni te imaginas cómo es, Diego –me dijo –, veinte años más joven que yo, alegre, vital, cariñosa, me tiene pillao, enamoriscao, encoñao, y además está colada por mí –; y acompañaba su exposición con sonrisas y grandes gestos con las manos y el cuerpo que demostraban una enorme alegría, una felicidad imposible de disimular.

–¿Cómo se te ocurre, a tus años? –le dije, enfadado y absorto–. Ya no estás para esos trotes, Jaco, cualquier día te da un parraque y te quedas panza arriba o panza abajo, a tu edad no hay que hacer el burro, sal con los amigos a echar la partida de mus o a tomarte un cafelito al bar de la esquina, y luego vuelve a casa a dormir la siesta, es lo que hay que hacer a nuestras edades, deja de soñar.
–Sí, eso es lo que me dicen mis ex-mujeres, mis hijos, mi prima, la asistenta y el cura de mi barrio –me contestó Jaco, mirándome sin perder la sonrisa y antes de despedirse.

Y se alejó caminando, ágil y sonriente, por la acera de la calle sin escaparates.

Ayer me lo volví a encontrar prácticamente en el mismo lugar. Estaba, no sé cómo decir, tristón, apagado.

–¿Qué te pasa? –le pregunté.
–Me ha dejado antes de ayer –me contestó con la mirada fija en el suelo.
–¿Ves? –me abalancé sobre él casi con furia– ¡Has estado haciendo el ridículo durante estos tres últimos años, mira que te lo dije, seguro que se ha ido con alguien de su edad! Cómo podías creer que estaba loca por ti, ¿eh? ¡Tonto, que eres un tonto iluso!

Jaco no dejaba de mirar al suelo. Al cabo de un rato, me contestó:

–Sí, Diego, tienes razón, es lo mismo que me han dicho mis ex-mujeres, mis hijos, mi prima, la asistenta y el cura de mi barrio.
–Anda, vente conmigo –le dije dándole un abrazo–, que he quedado con unos amigos a tomar un orujito y a echar la partida en el café de la esquina.

Anduvimos unos metros, sin hablar; hasta que poco a poco la sonrisa fue volviendo al rostro de Jaco. Se colocó unos cascos en los oídos y comenzó a canturrear al ritmo de la música que estaba escuchando:

“Puede que sea esta la canción, la que nunca te escribí,
tal vez te alegre el corazón, no hay más motivo ni razón,
que me acordé de ti.
Yo me fui, no sé hacia dónde, solo sé que me perdí.
Yo me fui, no sé hacia dónde y yo solo me perdí;
hay un niño que se esconde siempre detrás de mí”


Se soltó de mi brazo, me despidió con un gesto de la mano, y desapareció por la esquina de la calle que no tenía escaparates, bailoteando rítmicamente, rumbo a solo sabe él qué nuevos senderos.

Incorregible; este Jaco se nos condena, seguro...

(Foto: una calle cualquiera sin escaparates)
(Vídeo: el gran Fito y sus Fitipaldis interpretando la canción que tarareaba Jaco, "Me acordé de ti")


sábado, 1 de enero de 2011

La última uva


Era la noche de un fin de año. Yo estaba comenzando mi carrera universitaria, en un Madrid en blanco y negro. Tenía tres fiestas esa noche, cosa rara; nunca fui muy sociable. A las once y media subí a mi seiscientos azul, bien trajeado y encorbatado para una noche tan especial, y me dirigí a la primera de aquellas fiestas. Algarabía, bullicio, gente; rolling, presley y la escoba-paliza de los sirex en el loro; pocas caras conocidas. «Me tomo las uvas y me piro», pensé. Alguien me pone una copa de cava en la mano y me ofrece la bolsita con doce uvas; ya se sabe, la tradición. Y comienzan las campanadas en la tele y el atragante correspondiente: una, dos, tres, cuatro... Cuando todos han finalizado de tragarlas y empiezan los abrazos indiscriminados, los gritos y el anuncio de Iberia, a mí aún me quedan cuatro uvas en la bolsita; siempre he sido lento comiendo uvas.

Y de repente te vi. Enfrente de mí, masticando como yo algún pellejo rebelde y también con cuatro uvas en la reserva. Sola, como yo. Con cara de quererte marchar enseguida, como yo. Te miré. Me miraste. Sonreí. Sonreíste. Me acerqué. Me esperaste.

–Hola, me llamo Diego, ¿y tú? –; me dijiste un nombre que ya he olvidado.
–¿Nos vamos? –te pregunté.
–Bueno.

Y nos fuimos a la segunda fiesta en mi seiscientos azul. Allí, más caras desconocidas, más copas de cava, más serpentinas y confetis volando por el aire, más elvis, más alegría. Y tú y yo cada vez más cerca el uno del otro, más metidos en nuestras miradas, más ajenos al mundo alternativo.

En la tercera fiesta entramos cogidos de la mano. No estuvimos mucho tiempo, alguna voz secreta nos urgía a salir de allí hacia otro lugar donde estar solos, sin elvis, sin matasuegras rozando nuestras mejillas, sin una copa de cava en la mano; con la única compañía de nosotros mismos y las cuatro uvas que aún conservábamos de la primera fiesta.

Eran las seis de la mañana, la Ciudad Universitaria no era un mal lugar; a esa hora no había grises inoportunos pidiendo documentaciones o libros de familia. Zapatos que se quitan, cremalleras que se corren, corbatas que vuelan, medias que se bajan, camisas arrancadas, accesos liberados, espacios ocupados, uvas comidas con ansia de lobos hambrientos... Esos ritos del deseo tan difíciles de describir. El seiscientos era un hueco mínimo, pero se conseguía, era cuestión de técnica y de ganas: asiento trasero, palanca del cambio en primera, freno de mano quitado, una pierna por aquí y la otra por encima del respaldo, una rodilla en el suelo y la otra nunca he sabido muy bien dónde... Los caminos del Señor son inescrutables.

A las ocho de la mañana, cuando el primer resplandor del año clareaba las ramas peladas de los castaños de indias de tu acera, aparqué frente a tu portal. Los cristales del seiscientos azul ya se habían desempañado. Te cogí la mano, aún cálida.

–No nos volvemos a ver, no nos dejamos el teléfono ¿verdad? –nos dijimos al unísono.
–No –me contestaste y te contesté.

Nos dimos un último beso, abriste la puerta después de ajustar tu falda y recomponer algo tu pelo, y te dirigiste hacia el portal. Tu sonrisa y tu gesto de adiós con la mano a través del vidrio del portón es la última imagen que guardo de ti.

Solo faltó una uva para apurar el racimo de doce. Andaba por ahí rodando, pero no quisimos tomarla ninguno de los dos. Si lo hubiéramos hecho, la noche no habría sido mágica; y quizá habríamos acabado descubriendo que no estábamos hechos el uno para el otro...

(Foto: la última uva del racimo y sombras)