lunes, 25 de julio de 2011

La acequia


La acequia ("cieca") es el alma de Mayrena y de lo que fue la huerta de Caravaca. El agua que la alimenta surge de la Fuente de Mayrena, después de recorrer kilómetros de rocas profundas calizas. Cantarina, fresca, transparente; un regalo entre tanta aridez. De pequeño la utilizaba como pista de carreras de nueces cogidas de la noguera. Y siempre, para "abuzarme" a beber después de volver de los montes que la acunan.

jueves, 21 de julio de 2011

21.704


Lo he soñado esta noche. A menudo me ocurre, me despierto soñando y me levanto para escribir mi sueño antes de que desaparezca para siempre, diluido en las brumas de mi mente.

Una cumbre, un escorzo humano apoyado en una roca, cuatro manos, un abrazo. Luego, un pequeño prado situado en lo alto, al que el escorzo, las cuatro manos y el abrazo llegan apresurados desde la cumbre. Se les unen dos sonrisas, cuatro caricias, diez miradas. Un regreso al sendero. Tres buchitos de agua del arroyo. Los números, siempre los números.

Luego vienen dos mil doscientos setenta y siete espacios intermitentes de caricias, manos y sonrisas. La magia solo se mantiene si se la bebe a sorbitos. Pero nada es eterno, hasta la magia intermitente termina un día. Una lágrima amarga bajo la tela de hierba y, cerca, dos latas de cerveza, las últimas, vacías. No sustituíbles.

Y un número que se repite cada verano y que al final se convierte en un décimo de lotería de navidad que nunca toca.

Leo. Extraño sueño, ni yo lo entiendo, mezcla de olores, sabores, cifras, sentimientos que me sumergen en el caos de los cómos. Y de los números, siempre los números; me persiguen intentando hacerse humanos, sensibles. A veces lo consiguen, la matemática y la poética se unen en lo esdrújulo.

Mañana subiré despierto al prado soñado para intentar encontrar entre su hierba el crocus de mi realidad perdida. O de mi sueño reencontrado.

(Foto: prado y arroyo en la sierra de La Perdiguera, Madrid)

lunes, 11 de julio de 2011

El encuentro


Juan vivía en una ciudad situada al norte de la Sierra del Olvido. Era un hombre solitario. Alguna mujer hubo en su vida, pero su soledad enraizada, su independencia y su amor a la libertad siempre mataban la convivencia. Necesitaba una mujer que fuera como él, con sus mismos gustos y manías, soñaba con ella, la inventaba cada noche.

Nuria vivía en una ciudad situada al sur de la Sierra del Olvido. Era una mujer solitaria. Algún hombre hubo en su vida, pero su soledad enraizada, su independencia y su amor a la libertad siempre mataban la convivencia. Necesitaba un hombre que fuera como ella, con sus mismos gustos y manías, soñaba con él, lo inventaba cada noche.

Un domingo, Juan decidió subir a la sierra del Olvido. Le gustaba subir montañas. Se levantó temprano, se vistió la ropa verde oliva que le gustaba llevar en el monte, preparó la mochila azul, desayunó leche fría y cereales. En hora y media estaría en la cima.

Un domingo, Nuria decidió subir a la sierra del Olvido. Le gustaba subir montañas. Se levantó temprano, se vistió la ropa verde oliva que le gustaba llevar en el monte, preparó la mochila azul, desayunó leche fría y cereales. En hora y media estaría en la cima.

Juan ya veía el perfil del vértice geodésico de la cumbre. Llegaría y se sentaría en la piedra solitaria, desde la que le gustaba contemplar los valles y las llanuras lejanos.

Nuria ya veía el perfil del vértice geodésico de la cumbre. Llegaría y se sentaría en la piedra solitaria, desde la que le gustaba contemplar los valles y las llanuras lejanos

Juan remontaba la última cresta... y la vio: una mujer vestida de verde oliva, con una mochila azul, sentada de espaldas en la piedra solitaria. Sorprendido, se detuvo y se agazapó para no ser visto. 

Así transcurrió un rato, ella sentada sin verlo, él mirándola en silencio. 

Finalmente, Juan dio media vuelta y comenzó a bajar la montaña despacio, muy despacio, procurando no hacer ruido para no ser descubierto por aquella mujer que había usurpado su lugar.

(Foto: en la cima de Revolcadores - Murcia)

lunes, 4 de julio de 2011

El tornillo perdido (Concurso Paradela-Julio 2011)


Miré sorprendida la hierba de la parcela. Estaba muy alta, llovió mucho en primavera. Decidí segarla. Arranqué el corta-hierbas al quinto intento, como siempre, y comencé a arrastrar el ruidoso cacharro, arriba y abajo. Mis dos caballos, Chupa y Cisco, me miraban; siempre me miran cuando me ven zascandilear por allí. Olía a hierba segada.

¡Qué a gusto estoy en este lugar! Hace tiempo rompí amarras, dejé la ciudad, sus ruidos, sus prisas, sus malos humores, sus malos amores, su congestión, y me vine a vivir aquí, sola, ante la incomprensión general. —Estás "zumbá", te falta un tornillo— me decían. Aquí me he hecho huertana, mecánica, agricultora, ganadera, jardinera, hasta tengo una piscina para nadar unos largos. Y mis caballos. Y un perro. Y un tractor. Y cantidad de amigos para los que siempre hay un cacho de empanada, una botella de vino, una palabra y una sonrisa. Soy una mujer feliz.

En esas cosas iba yo pensando cuando las aspas de la máquina hicieron un ruido extraño, como de haber chocado con algo, y se caló el motor después de toser dos veces. Cisco no dejaba de observarme. Chupa no; me suele observar menos. Levanté el cacharro por un lateral y ví el motivo de la avería: un tornillo, grandote, había pegado contra las aspas. Lo cogí y lo miré pensando de dónde podía proceder ¿Del tractor? No, el tractor tenía todos los tornillos en su sitio.

Entonces recordé... me toqué la cabeza y, un poco por encima de la oreja izquierda, disimulado entre el pelo, palpé el hueco. Allí podía caber el tornillo. Lo aproximé al boquete, apoyé el borde, empecé a roscar, y comprobé que encajaba a la perfección. Apreté a fondo. Cisco y Chupa me seguían mirando, algo perplejos pero no tanto, están acostumbrados a verme hacer cosas raras.

Con el tornillo ya apretado, mis pensamientos cambiaron. Me sentí más otra, menos yo, más grey, menos personal, más infeliz, más incómoda, peor... Me asusté. Sin dudarlo un instante, desenrosqué el tornillo y lo lancé violentamente por encima de la valla que me separa del vecino, el de las gallinas. Espero no volver a encontrarlo jamás (y no haber matado alguna gallina del tornillazo) Volví a arrancar el motor al quinto intento, como siempre, y seguí con mi faena, satisfecha, liberada y canturreando el veinte de abril de los Celtas Cortos. Cisco no dejaba de mirarme.

(Fotos realizadas por María Jesús y usurpadas de su blog "Paradela de Coles")