domingo, 28 de diciembre de 2008

La bola 6597


Hola, soy la bola 6597 del sorteo de la Lotería de Navidad.

Soy un número bonito, lo sé, tenéis que reconocerlo, pero… jamás me ha correspondido ningún premio en ningún sorteo, ni siquiera la pedrea. Y es que vosotros no tenéis ni idea de las batallas que se libran en el interior del bombo, entre las 90.000 bolas que somos, para intentar meterse en el cangilón de salida, ése agujerillo que tiene el bombo en el culo, y obtener así algún premio.

Pero este año 2008 me propuse salir premiada, de una vez por todas.

La pelea empieza nada más lanzarnos al bombo a todas las bolas desde las liras, con el ¡qssssss! característico, pues desde ése momento ya se oyen expresiones tales como ¡no me empujes!, ¡no te cueles!, ¡sin pisar, oye! y todas esas cosas que se dicen en las aglomeraciones en las que alguien intenta colarse.

Comienza el sorteo. Dan varios giros al bombo, durante los cuales me veo zarandeada, de arriba abajo, de izquierda a derecha, sin posibilidad de ocupar voluntariamente una buena posición de salida. Cuando el bombo por fin se detiene, analizo mi situación dentro de él ¡No estoy mal situada, más o menos en el tercio inferior del bombo, en un lateral, no lejos del cangilón!

Y entonces empieza mi batalla ¡éste va a ser mi año! Comienzo a oír los ¡clinks! de las bolas que una a una van saliendo al cangilón de cristal, con la monótona cantinela de ¡triliri-triliricientos-triliricinco, mil eeeeeuros!, ¡triliri-triliricientos-triliridós, mil eeeeeuros!, etc., y, como una posesa, empiezo a dar empujones, patadas, mordiscos a las bolas que tengo alrededor, y compruebo que poco a poco ¡voy progresando hacia la salida! Eso me da ánimos, sigo la pelea, los insultos, los codazos, hasta que veo que ¡sólo la bola 29083 impide que yo acceda al cangilón!. Sacando fuerzas de no sé donde, le pego una patada en mitad del 8 (donde más duele), la 29083 emite un grito de dolor y se ladea un poco, lo justo para que ¡yo me cuele en el cangilón! ¡Voy a salir, por fin voy a salir, ya veo la mano de la niña de sanildefonso, su cara, incluso el premio que me va a corresponder situado en el bombo pequeño, intuyo que va a ser un premio importante!

De repente sucede lo imprevisto... Se hace el silencio, se calla la cantinela… ¿Qué ha ocurrido?... ¡Maldición, se ha acabado la tabla, y yo estoy ahí, en el cangilón, a punto de salir, no puede ser, esto no es justo! Mientras pienso todo esto con cara de gilipollas, el bombo comienza a girar de nuevo. Yo intento desesperadamente aferrarme a los barrotes del bombo, pero el zarandeo aumenta, el ¡qssssss! me ensordece, suelto una mano, luego la otra… y me vuelvo a ver inmersa en la vorágine de bolas zarandeadas de aquí para allá, de arriba a abajo, sin voluntad.

De pronto se detiene el bombo. Estoy mareada, exhausta, pero aún así evalúo mi posición. Estoy situada en medio del enjambre de bolas, y ya empiezo a sufrir los embates de mis compañeras más próximas, en su afán por acercarse al cangilón que las puede hacer famosas. Ya no tengo fuerzas, lo siento, me dejo desplazar, morder, patear, mientras por allí abajo oigo los ¡clinks! cristalinos y a mi izquierda la voz monótona de los sanildefonsos ¡triliri-triliricientos-triliricuatro, mil eeeeuros!, ¡triliri-triliricientos-trilirisiete, mil eeeeeuros!

No sé, quizás el año que viene lo intente de nuevo…

miércoles, 24 de diciembre de 2008

María. Historia de (otra) Navidad


(Esto lo escribí hace un año. Y hoy vuelve a rebotar en mis oídos vacíos)

“El País, 24 de diciembre de 2007
Una indigente de 42 años de nombre María aparece muerta esta madrugada entre los cartones que le servían de cobijo”


Apenas cuatro líneas perdidas en la página 27 del diario, entre anuncios de colonias, de coches, de regalos, de invitación al despilfarro. María llevaba cuatro años en la calle, sola, arrastrando una historia que sólo ella conocía, que a nadie interesaba. En estos días en los que no se habla más que de solidaridad, de generosidad, de ayudar al menos favorecido, de manos tendidas... María murió sola. Aquí al lado, a dos pasos de mí.

Sola.

Bueno, no estaba del todo sola. A su alrededor había varios cartones vacíos de vino barato, unas fotos arrugadas de sabe dios quien, un hato de ropa vieja, colillas con su rabia grabada a mordiscos en la boquilla, desperdicios de su última comida, y unas naranjas quizás reservadas como cena de Navidad.

Es Nochebuena, han venido mis hijos a cenar conmigo. Nos reímos, hay alegría, calor, la mesa rebosa de platos de comida de todos los colores y sabores. Vino blanco, vino tinto, cava, sidra. Mientras saboreo mi duodécimo langostino y comienzo a pelar el siguiente me he acordado de ti, María. Han sido sólo diez segundos, y creo que hasta ha rodado por mi mejilla una lágrima hipócrita. Luego te he olvidado, como todo el mundo, como el periódico del día 26, como los cartones que hurtaban algo de frío a tus noches madrileñas, como la esquina que te servía de hogar, como tu recuerdo vacío. Y he seguido comiendo langostinos, y luego pavo, y más langostinos, y polvorones, y vino tinto, y vino blanco, y cava, y licores...

Sobre la tierra donde reposas sin nombre, sin lágrimas, sin flores cortadas, nacerá esta primavera una amapola solitaria, con sus pétalos impregnados de tu esencia, María.

(Foto: amapola en Miraflores)

lunes, 22 de diciembre de 2008

Habitación 205

Son las ocho de la mañana. El sol hace ya tiempo que escudriña hasta el último recoveco de mi habitación doscientos cinco, haciendo huir a las cucarachas más rezagadas de la noche mauritana. El sol, el sol, el sol, mi primer recuerdo africano, el que me marcó para siempre, el que regala a estas tierras un color, una luz, una fuerza, una alegría que no he visto jamás en otras lejanías de mundos considerados más ricos.

Estoy solo, tumbado sobre la cama del viejo hotel, no sé si todavía no me he dormido o si ya me he despertado. Sobre la mesilla, a mi izquierda, al lado de una pequeña lámpara de pantalla verde y de un libro que aún no he podido abrir desde que llegué a estas tierras, un termómetro que alguien ha dejado abandonado. Lo tomo, ahueco un espacio entre la camiseta que me sirve de pijama y mi cuerpo, y lo coloco allí, bajo mi brazo. Y espero. Espero mirando esa mancha de humedad del techo que para mí es ya como una obsesión. En los tres días que llevo sin salir de esta habitación, la mancha ha pasado por diversas formas en mi mente, como si fuese un animal metamórfico. Ha sido mariposa, cabeza de caballo, pata de rana, sonrisa de mujer, y otras formas que se repiten y se repiten hasta hacer doler la mente.

¿Doler la mente? Llevo tres días que me duele todo el cuerpo, desde el mismo momento en que llegué a este pequeño pueblo, deshice la maleta y me tumbé sobre esta cama, que ya empieza a estar impregnada de mí. Fiebre muy alta, náuseas, dolor de ojos y de cabeza, cólicos, dolor de piernas, alucinaciones, toda una panoplia de síntomas para mí inconexos.

Palpo el termómetro, siempre lo hago al cabo de un rato de colocármelo, no sé por qué, será porque temo que se escape como las cucarachas, dejándome solo. El termómetro, con su barrita gris de alcohol que se dispara cada vez que roza mi cuerpo, es lo único que siento vivo a mi alrededor. Bueno, y las formas variables de la mancha del techo, que se obstinan en jugar con mi mente, como una burla o un recuerdo constante de que algo no funciona bien. Pero al menos están vivas. Dentro de unos minutos, unos pocos, miraré mi temperatura y me iré a afeitar y a darme una ducha, soportando un dolor desconocido hasta ahora para mí en los gemelos, que casi no me permite estar de pie, yo que siempre he presumido de piernas fuertes. Y regresaré a la cama, cuyo colchón desvencijado ya ha fabricado un molde de mi cuerpo. No sé por qué me afeito, sé que nadie va a venir a verme hoy, ni mañana, excepto una figura silenciosa azul que recuerdo entre alucinaciones y que entra todas las mañanas a limpiar un poco la habitación. Quizás me afeite para ella. Seguramente.

Alucinaciones, ideas absurdas que se agolpan en el cerebro, que aparecen y desaparecen, intangibles, irrecordables, ojos entornados, doloridos, palpitaciones sonoras en la sienes, sudor... mientras la mancha gira y gira en el techo, y el cuadrado de luz de la ventana se va desplazado lentamente, desde la pared de la derecha hasta el suelo de la habitación, quizás quiera trepar por mi cama para darme el beso húmedo y el susurro que no acaban de llegar…



(Foto: mi habitación 205 en un hotel de Nouakchott)

La puntica

lunes, 15 de diciembre de 2008

Luna y sol

Te busco en tu noche... pero no te encuentro, y no me gusta lo que encuentro. Las espirales giran en mi cabeza, machaconas, entre burbujas de no sé qué, preguntas con una sola respuesta. O sin respuesta... Mejor espero a que aparezcas cualquier día en mi día, eterna en lo efímero. Sólo una cosa no admite interrogantes, algo que el no-tiempo no puede destruir: la magia es espiral, y está hecha de pedacitos, extraño puzzle que ojalá nunca sepa resolver...

(Foto: eclipse de sol desde un crucero por el Mediterráneo)

Flor de jara

Me gusta la flor de jara porque el juego del "me quiere no me quiere" siempre lo termina con un "me quiere"

martes, 9 de diciembre de 2008

La bola de cristal

Tener la clave de la bola de cristal es como robar su intimidad, aunque hay gente empeñada en intentar leer el futuro que encierra su transparencia, su nada. Yo prefiero no conocer mi mañana, no saber qué hay detrás del cerro que estoy subiendo hasta llegar a su cima, donde descubro un nuevo horizonte, un nuevo sendero para recorrer más allá del tiempo y de la distancia.

Foto: una bola de cristal que compré en un viaje no me acuerdo dónde

domingo, 7 de diciembre de 2008

jueves, 4 de diciembre de 2008

Nadar

Alguien dijo alguna vez: la natación es el más solitario de los deportes. Y si no lo dijo alguien, lo digo yo ahora: la natación es el más solitario de los deportes.

Para mí, los deportes se clasifican en tres categorías: los que se practican en equipo, los que se practican individualmente... y la natación.

Los deportes que se practican en equipo consisten en unos cuantos personajes que se enfrentan a otros cuantos, para ver cuales de ellos consiguen meter una pelota más veces en una portería, o en una canasta, o en otros sitios. Los de cada equipo van vestidos todos igual, parecen amigos, y cuando meten la pelota donde sea, gritan, dan muchos saltos y se abrazan como locos. Sin embargo, los de un equipo no se llevan bien con los del otro y a veces se pegan patadas, se escupen, y cosas así. Pero al final del partido parece que todos se hacen amigos y se van al vestuario medio abrazados, charlando tranquilamente.

Los deportes que se practican individualmente son otra cosa. Cada equipo consta de un solo señor o señora que intenta llegar a algún sitio antes que los demás, o tirar algo más lejos que los otros, o ser el que más brinque de todos. Estos no se abrazan ni chillan cuando ganan, pues sólo gana uno, y abrazarse a uno mismo es difícil, además de una solemne tontería. Tampoco insultan o escupen a los oponentes, lo que les hace ser más raros que los anteriores. Sin embargo, sí pueden charlar entre ellos, observar cosas mientras practican su actividad y oír los gritos de la gente que los contempla.

Pero los deportistas que se llevan la palma en cuanto a raros son los de la tercera categoría, o sea, los nadadores.

Estos individuos, peces frustrados, consisten en unos señores y señoras que se lanzan al agua de una piscina y empiezan a hacer "largos" como locos. Estos no chillan, no pueden hablar entre ellos mientras practican su actividad, no se abrazan al terminar cada largo, no se insultan, ni oyen algo distinto al monótono chapoteo de sus brazos en el agua.

Además, al nadar no ven absolutamente nada interesante, sólo, una y otra vez, la masa confusa y desenfocada de agua bajo sus barrigas, y la raya oscura del fondo de la piscina, si la piscina tiene raya oscura en el fondo de la piscina (me parece que me he liado..)

Por otra parte, tragan agua en cuanto no coordinan bien la respiración y, cuando salen del agua después de hacer 50 largos, tienen los oídos taponados y los ojos irritados por el cloro, aunque lleven esas gafitas ridículas en las que siempre entra agua.

Por todas estas circunstancias, me pregunto muchas veces: ¿por qué me gusta tanto nadar? Y me contesto de forma rápida, segura y contundente: ¿y yo qué sé...?



(Foto: piscina del club de campo de Madrid)