lunes, 28 de diciembre de 2009

Clavo para esquinas

Inicio un nuevo roalico al que he llamado bricolaje loco. El él voy a ir reuniendo unos dibujos de piezas, elementos, adminículos o cosas que pienso que podrían ser muy útiles, en determinados casos, para el bricolajeador. Quizás algún día los patente, pero ahora me da pereza.

Empiezo por el “clavo para esquinas”

¿Quién no ha sufrido al tratar de unir dos listones de madera en esquina recurriendo al clavo tradicional? La punta del clavo casi siempre acaba saliendo por un lado de la madera, lo cual cabrea bastante. Creo que mi clavo para esquinas resolvería de una vez el problema, de forma práctica y sencilla, debido a su forma en ángulo de 90 grados que se adapta perfectamente a la esquina de cualquier marco de madera.

lunes, 21 de diciembre de 2009

ZOLDAR


ZOLDAR es un tocho de tío. Ciento noventa centímetros muy bien distribuidos, sin excesos ni defectos. ZOLDAR es un guaperas, podría pasar por un deportista o por una estrella de rock.

ZOLDAR va vestido de negro. Pantalón negro. Camiseta negra. Gafas negras. Pelo negro. Hasta coche negro.

ZOLDAR tiene los ojos azules, como su blog, que también es negro y tiene ojos azules. Y una mirada personalísima, tierna, limpia, sonriente, clara, cristalina como el agua de las fuentes de su pueblo. Cuando te mira ZOLDAR ves que dentro de ese corpachón no puede haber recovecos. ZOLDAR no creo que se haya cabreado nunca con nadie, aunque a mí no me gustaría verme con él en un cuadrilátero.

ZOLDAR es mi amigo, aunque por edad yo podría ser su padre (por estatura, no)

A ZOLDAR sólo lo he visto dos veces, pero lo he leído doscientas, me gusta leer lo que escribe ZOLDAR en su sensible “promesas que no valen nada”, me gusta tomar un café con ZOLDAR en el Zaian y me gusta que me cuente cosas.

ZOLDAR ha desaparecido del mundo bloguero.

ZOLDAR, zagalico ¿se puede saber dónde pijo te metes?

(Foto: pino carrasco en la cueva del marqués, Caravaca de la Cruz)

lunes, 14 de diciembre de 2009

Voz quebrada


Surge libre, cantarina,
tu voz quebrada
en mil noches de vino
y hierba.

Surge alegre, sonrisa,
tu voz quebrada
en mil noches de humo
y vino.

Surge susurro, acaricia,
tu voz quebrada
en mil noches de hierba
y humo.

Y calma sin saciar mi sed
tu voz quebrada
en mil noches
de humo tierra,
de vino fuego
de hierba viento...

(Foto: manantial de la Fuente de Mayrena)

lunes, 7 de diciembre de 2009

El sol lateral del otoño


Me dijiste vamos a tomar una caña en el bar del parque y te contesté bueno.

Conducías tu viejo hyundai azul y me hablabas de tu reciente estancia en esas playas caribeñas que tanto te gustan. El sol lateral del otoño se colaba por la ventanilla, sin pudor, ese sol lateral que alarga las sombras de los olmos y jaras de las cunetas, hasta la sombra de los pensamientos íntimos alarga, es lo malo que tiene el sol lateral del otoño.

Ese día te habías puesto falda. Al sentarte al volante de tu viejo hyundai azul, tu falda se había subido hasta el límite de lo políticamente correcto, quizás dos centímetros más allá, dejando al descubierto parte de tus muslos, morenos de otros soles verticales. Nunca antes había visto tus piernas.

El sol lateral del otoño, el puto sol lateral del otoño, incidía sobre tus rodillas y extraía reflejos de color reflejo, uno de los colores más sugerentes del arcoiris mental. Yo miraba con mi ojo izquierdo tus piernas morenas y con el derecho, el ojo de la fantasía, miraba los árboles, los pájaros, los senderos del parque, siempre me pierdo en los vericuetos verdes reales o inventados. El estrabismo mental a veces presenta ventajas.

Tú seguías hablando.

Tu falda, de color rosa con dibujitos amarillos que no me entretuve en identificar, quizás florecillas o mariposas, no andaba yo para esos menesteres, formaba un valle entre tus muslos, lo que contribuía a aumentar aún más el atractivo del marco que enfocaba mi ojo izquierdo estrábico y camaleónico.

No me pude contener, el marco tuvo la culpa, en un momento dado, mi mano izquierda, la mano del pecado, se deslizó hacia tu asiento y se posó suavemente sobre tu pierna como un pajarillo, justo en el espacio que quedaba entre tu rodilla y el inicio de la falda rosa con dibujitos amarillos que cada vez tenía menos interés en saber si eran florecillas o mariposas.

Tú, sin dejar de mirar a la carretera, sin mover un músculo ni levantar las manos del volante de tu viejo hyundai azul, simplemente dijiste diego con un tono tajante pero al mismo tiempo dulce y femenino, ese modo tan coqueto que empleáis a veces las mujeres para decir no.

Y seguiste contándome tus últimas experiencias estivales mientras mi frustrada mano izquierda alzaba el vuelo lentamente, procurando eso sí guardar en la yema de sus dedos tu tacto de seda, el calor sol y el frío luna de tu piel, apenas sugeridos.

Mi ojo estrábico volvió a su sitio y mi mente volvió a sus pájaros, árboles, sapos, a sus sombras alargadas y otras elucubraciones que la ocupan casi siempre, qué le vamos a hacer. Tu viejo hyundai azul se dirigía impasible hacia el bar que ya se entreveía al fondo entre un bosquecillo de plátanos.

La próxima vez me vienes con pantalones, oye.

(Foto: otoño en Las Fuentes del Marqués, Caravaca de la Cruz)

sábado, 28 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (y VI)


Transcurrieron varios días ¿Cuántos? ¿Doce? ¿Quince? Federico había perdido la noción del tiempo. Su aspecto era lamentable. Estaba demacrado, delgadísimo, con el rostro ensombrecido por una barba descuidada y rala... Era la imagen de la derrota. Su traje aparecía sucio y arrugado, sus piernas, enflaquecidas, se arqueaban por el peso que seguían sosteniendo. Nadie lo hubiera reconocido...

El señor parásito permanecía adherido a su espalda. Su rostro reflejaba buena salud, en contraste con el de Federico, y su cuerpo era ahora más voluminoso que el de su víctima.

Desde que lo echaron de su casa, Federico vivía prácticamente recluido en aquel parque que tanto quería. Ya no le afectaban los comentarios jocosos o despectivos de los paseantes, ni siquiera los de los niños, particularmente crueles. Durante el día permanecía semioculto entre unos arbustos que crecían cerca del estanque, y de noche salía a intentar comer lo que podía. Revolvía los cubos de la basura de los bares cercanos en busca de cualquier resto comestible y disputaba a los mirlos y demás pájaros las bayas y otros frutos de los arbustos y árboles del parque. Pero raramente conseguía llevarse algo a la boca, pues casi siempre se lo arrebataba su parásito, para tragárselo a continuación.

Su pensamiento constante estaba en su esposa e hijos. No soportaba la idea de no verlos, de no compartir con ellos las alegrías y las pequeñas cosas, como había hecho siempre.

Ese día no pudo contenerse más. Se metió en una cabina telefónica, introdujo en la ranura la última moneda que le quedaba, y marcó un número. Su mujer descolgó el aparato al otro lado.

- Dígame -
- Ho... hola... soy Federico ¿co... cómo estáis? –
- Nosotros muy bien ¿y tú? -
- Va...vamos tirando...-
- ¿Váis? ¿Aún sigues con ese hombre a cuestas? -
- Bue... bueno, sí... pero quizás algún día... -
- Pues cuando llegue ese día, vuelves. Antes, no. Adiós -

Federico todavía permaneció algunos segundos con el auricular pegado al oído después de colgar su mujer.

Salió dificultosamente de la cabina. Casi no podía caminar, arrastraba los pies, rumbo a ningún lugar... De pronto, se nubló su vista y cayó al suelo como fulminado, inconsciente. El parásito permaneció aún algunos segundos enganchado al cuerpo de su víctima, inmóvil como ella. Al cabo de ese tiempo, viendo que Federico no mostraba signos de vida, aflojó lentamente la presión de sus brazos y piernas y, por fin, se desasió de él. Se irguió en silencio y contempló durante unos segundos el cuerpo de Federico, que yacía inerte a sus pies. Le dio un golpecito con la punta del zapato por ver si reaccionaba, pero Federico no se movió. Lo siguió observando durante un rato, encogió los hombros y, a paso lento, se encaminó hacia el viejo castaño de Indias, que no estaba muy lejano. Se arrimó a su tronco y desde allí, con lentos movimientos de cabeza a uno y otro lado, comenzó a otear el horizonte.

De pronto, su inexpresiva mirada se detuvo y su respiración se entrecortó. Si hubiera sido capaz de sonreír habría sonreído: por el camino junto al castaño se aproximaba con paso alegre un hombre de buen aspecto, sano y elegante, con aire despreocupado y feliz. El hombre pasó junto al árbol, sin percibir la inquietante sombra que se pegaba al tronco. De repente notó que alguien se le montaba a la espalda, rodeándole fuertemente el cuello con los brazos y la cintura con sus piernas.

- ¡Bájese de ahí inmediatamente! - gritaba el hombre con desesperación, mientras trataba inútilmente de desprenderse de aquel sujeto...

(Fin)

jueves, 26 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (V)


El regreso a casa lo hicieron en silencio. Federico sólo deseaba llegar, cenar algo y tratar de dormir para olvidar aquella pesadilla.

La cena fue como el almuerzo: el parásito engulló cualquier alimento que el desdichado Federico tratase de llevarse a la boca.

La actitud de su mujer fue cambiando poco a poco, pasando de la comprensión y lástima iniciales a cierto enojo y agresividad que de momento intentaba controlar para que su marido no los percibiera. Empezaba a estar harta de la situación y a encontrar ridículo a su marido, a quien hasta esa misma mañana tanto había admirado y querido. Ahora no podía evitar verlo como un ser débil, dominado y triste. Sin personalidad.

Después de no cenar, Federico se dirigió como pudo al dormitorio. Se aproximó a la cama de matrimonio y se dejó caer sobre ella, sin tratar siquiera de quitarse los zapatos. Cayó como un fardo, con su parásito a cuestas, y no tardó ni medio minuto en quedarse dormido.

A media noche, su mujer lo despertó entre zarandeos y chillidos:

- ¡Y encima, ronca! ¡A ti no te dejará comer ni trabajar, pero a mí no me va a impedir dormir en mi propia cama! Fuera de aquí los dos. ¡Iros a dormir al sofá del cuarto de estar, o donde os dé la gana! ¡¡Fuera!! -

Federico, con un esfuerzo casi sobrehumano, se levantó de la cama y se encaminó con pasos cansinos y lentos hacia el sofá del salón, sobre el que se dejó caer pesadamente. El parásito seguía aferrado a su espalda; no se había despertado ni había dejado de roncar un solo instante, ajeno a los acontecimientos que sucedieron durante la noche.

Federico no pudo volverse a dormir. Repasaba mentalmente los hechos que le habían ocurrido ese día, intentando buscar un por qué y una solución. No veía razones, ni posibles salidas. Sólo sentía los ronquidos que resoplaban a su espalda y el fuerte abrazo que casi le impedía moverse. Ansiaba desesperadamente dejar de oír aquella respiración, notar que el parásito le liberaba al fin y acudir al lecho junto a su mujer gritándole ¡soy libre otra vez!, pero cada momento era más consciente de que eso no iba a ocurrir... Aquel sujeto parecía a gusto en el lugar que había escogido y no se le veía dispuesto a abandonarlo. A Federico le invadió una enorme impotencia y una gran amargura. Una lágrima, la primera en muchos años, rodó por su mejilla...

Por la mañana, al levantarse, la mujer se acercó al sofá. El parásito ya se había despertado y mantenía su mirada de siempre, inexpresiva y dirigida hacia un punto inconcreto del infinito.

- Federico- dijo la esposa con expresión serena - He estado reflexionando sobre la situación. Para mí resulta insoportable seguir así. He pensado que la única forma de salvar nuestra relación es que te marches de casa con ese individuo y que vuelvas cuando hayas conseguido desembarazarte de él. Yo te esperaré con los brazos abiertos y estoy segura de que todo volverá a ser como antes en cuanto termines con esta pesadilla. Adiós-

Se dirigió a la puerta y la abrió, invitando a Federico a salir. Éste se irguió como pudo y salió pesadamente de su casa, después de recorrer con una mirada triste cada uno de los rincones de aquel hogar, en el que tanto cariño había volcado y recibido. La puerta se cerró tras él.

No sabía adónde dirigirse...

(sigue)

martes, 24 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (IV)


- ¿Eres tú, Fede? -

Viendo aparecer así a su marido, no pudo reprimir un grito de sorpresa. Federico le explicó la absurda aventura que estaba viviendo desde esa mañana. Ella, después de un leve e inútil intento de desprender al señor parásito, le dijo con ternura:

- No te preocupes, mi amor, que ya solucionaremos el problema; ahora vamos a comer-

Se sentaron a la mesa. Federico se sentía muy débil, pues llevaba ya más de ocho horas con su carga a cuestas, y tenía mucha hambre. Se sirvió un buen plato de sopa. Cuando cogió la cuchara, el señor parásito se la arrebató y se tomó todo el contenido del plato, a grandes, precipitadas y ruidosas cucharadas. Con el filete que se sirvió a continuación ocurrió lo mismo. Cuando Federico se disponía a cortarlo con el cuchillo y el tenedor, el parásito alargó la mano, asió la carne y la introdujo de un golpe en la boca, tragándola tras unos breves y ansiosos mordiscos. Tampoco respetó el plátano que Federico pretendía tomar como postre, arrebatándoselo violentamente y engulléndolo sin contemplaciones.

La mujer observaba atónita la escena. La situación era mucho más complicada de lo que en principio parecía. Federico la miraba con los ojos muy abiertos, el gesto cansado y sin articular palabra. No era el hombre vital que había sido siempre.

- Te voy a llevar al médico - dijo finalmente la esposa.

Como pudieron, se acoplaron en el coche, dirigiéndose a una clínica cercana. En la sala de espera, las miradas de soslayo y los cuchicheos del resto de los pacientes herían la sensibilidad de Federico, hombre tímido a quien siempre molestó servir de punto de referencia. ¿Qué podían pensar y comentar todos aquellos señores? Seguro que alguno creería que era un degenerado...

De pronto se levantó un niño a quien acompañaba su madre y se aproximó a Federico. Éste se lo quedó mirando, temeroso. El niño observó durante un tiempo la extraña pareja, sonrió, y dijo señalando al parásito con su dedo regordete:

- Yo también quiero jugar a eso - e hizo ademán de subirse a la espalda del individuo.

Su madre se abalanzó sobre él, lo agarró violentamente de la mano y lo reintegró a su silla, recriminándole en tono duro su actitud:

- ¡Eso no se toca, nene, caca! -

Mientras el niño lloraba sin consuelo, Federico sintió una enorme vergüenza y un deseo irrefrenable de echarse también a llorar y de que aquella absurda situación acabase de una vez.

El médico, cuando al fin los recibió, no pareció sorprenderse demasiado al conocer la historia.

- En estas grandes ciudades ocurren a menudo casos raros, como el suyo. En cualquier caso, no se preocupen; la medicina tiene remedios para todo. A ver, desabróchese la camisa -

Federico obedeció como pudo, aunque sus menguadas fuerzas apenas se lo permitían. Lo único que realmente deseaba era descansar de una vez.

Mientras le daba golpecitos en el pecho, el doctor le pidió:
- Diga sesentaiseis -
- Será treintaitres - corrigió Federico, con un hilo de voz.
- Sesentaiseis - insistió el médico - como ustedes son dos... -
- Sesentaiseis - musitó Federico.
- Muy bien, muy bien - el doctor no cesaba de palpar el torso de Federico - Ahora, tosa usted -

Federico obedeció.

- Bien, bien... Esté usted tranquilo. No tiene nada grave. Un poco de debilidad solamente. Tome usted estas pastillas dos veces al día - garabateó un nombre indescifrable en la receta - y coma con abundancia-
- Pero doctor... - balbuceó tímidamente Federico, señalando con el pulgar el rostro de su indeseado acompañante.
- Nada, nada, ya verá usted como mejora - concluyó el médico mientras les acompañaba hacia la puerta.

(sigue)

domingo, 22 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (III)


El guardia comenzó a dar unas vueltas pausadas alrededor de aquella extraña pareja, apoyando su mano sobre el mentón.

- No puedo intervenir – dijo finalmente.
- ¿Cómo que no puede intervenir? ¡Esto es el colmo! ¡Va uno tan tranquilo por la calle, lo atropellan, lo avasallan, y encima la autoridad dice que no puede intervenir! - se indignó Federico, cada vez más exaltado.
- ¡Vamos a ver! Este señor - gritó el agente, señalando al individuo con la porra - ¿le ha quitado algo? No. Entonces no es un ladrón. ¿Son ustedes una manifestación, para poderlos disolver? No, pues sólo son dos y, además, no llevan pancartas. Ni siquiera es un accidente de tráfico. No puedo intervenir... -
- Al menos - dijo Federico recuperando por unos momentos su habitual sentido del humor - múltele usted por estar mal aparcado... -
- ¿Se cree usted gracioso, eh? - gritó indignado el municipal - ¡Al único que podría multar es a usted, por llevarse a un transeúnte, así que, circule, circule! - y se reintegró entre golpes de silbato a sus labores de regulación del tráfico.

Federico quedó solo con su carga. Dirigió su mirada hacia aquel rostro que se apoyaba en su hombro, pero no dijo nada. ¿Para qué?. Se arrimó a una esquina, restregó a su parásito contra la pared en un nuevo y vano intento de desprenderse de él. El individuo ni siquiera movió un músculo.

Cumplidor como era, dirigió entonces sus pasos hacia la oficina, con temor a poder llegar tarde. El trayecto fue doloroso, no sólo por el peso que debía soportar, sino por las miradas y comentarios que acompañaban su camino.

En el Banco, la sorpresa de todos sus compañeros de trabajo fue enorme al verlo aparecer en aquellas circunstancias. Al principio pensaron que, dado el sentido del humor de Federico, se trataba de una de sus clásicas bromas, aunque pronto, y tras el relato de lo ocurrido, comprobaron que no era así. Entonces trataron afanosamente de desembarazarlo de aquella carga. Unos cuantos tiraban de Federico hacia adelante y otros pocos del señor parásito hacia atrás. Sólo consiguieron hacer daño a Federico, mientras el individuo permanecía impasible ante el nuevo intento de separarlo de la víctima que había elegido. Poco a poco, y ante su impotencia para resolver la situación, se fueron retirando todos hacia sus respectivos puestos de trabajo y Federico, con el rostro entristecido, hizo lo mismo.

Sentado ante su mesa, estaba ridículo con aquél señor inexpresivo atenazado a su espalda. La imagen era patética y muy negativa para la actividad profesional de Federico, que le exigía un contacto contínuo con el público. Esa mañana, los posibles clientes se marchaban al ver aquella escena, conteniendo la risa y con la impresión de que ese Banco no podía ser serio al permitir situaciones como aquélla entre su personal. Esta circunstancia hizo que, al final de la jornada laboral, el Director de la entidad llamase a Federico a su despacho.

- Federico - le dijo - Yo entiendo que lo que te ha ocurrido es algo de lo que tú no tienes la culpa, pero la imagen que estás dando es totalmente negativa para ti y, sobre todo, para los intereses de este Banco. Por ello te ruego que no vuelvas por aquí mientras no hayas resuelto tu problema. Ten la seguridad de que mantendremos tu puesto sin cubrir durante un tiempo razonable que te permita reincorporarte cuando te hayas liberado de tu carga. Ánimo... -

Federico apretó la mano que le tendía su Director y, sin decir palabra, salió del despacho.

Ya en la calle, se dirigió a la parada del autobús que debía trasladarlo hasta su casa. Ese día no quiso volver andando, para evitar en lo posible las risotadas y comentarios que acompañaban su paso. En el autobús, y tras una acalorada discusión con el conductor, tuvo que pagar dos billetes a pesar de sus explicaciones de que no tenía nada que ver con aquel personaje que colgaba a su espalda.

Su mujer lo esperaba como todos los días con la mesa puesta y la comida preparada. Al oír la llave en la cerradura, se dirigió a la puerta, para darle la bienvenida con un beso, como hacía siempre.

(sigue)

jueves, 19 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (II)


Federico había sobrepasado unos metros aquél castaño cuando notó que alguien se le acercaba por detrás, con pequeños y sigilosos pasos. Antes de que pudiera volverse a comprobar quién era, "aquéllo" se le subió a la espalda, a horcajadas, aferrándole fuertemente el cuello con sus brazos y la cintura con las piernas.

Tras el susto y la sorpresa iniciales, Federico volvió la cabeza para mirar a aquel individuo enganchado a su dorso. Al principio pensó que pudiera tratarse de la broma de algún amigo, pero pronto verificó que no conocía de nada a aquél señor de rostro inexpresivo, mirada inmóvil fija en un punto lejano y boca de labios finos y rectos, cerrada. Su edad podía rondar los cuarenta años, como la de Federico, y era de complexión fuerte, algo obeso. Vestía correctamente, chaqueta y pantalón claros, un poco arrugados, y una corbata roja que, en el salto, había quedado colgando sobre el pecho de Federico.

- ¡Bájese de ahí inmediatamente! - gritó Federico dirigiendo una mirada furibunda hacia aquél rostro impenetrable.

El individuo permaneció inmóvil, sin hacer ningún gesto ni relajar la presión de brazos y piernas.

- ¡Que se baje, le digo! -

Ni caso.

Federico comenzó a zarandear su cuerpo de uno a otro lado para tratar de desprenderse de aquella carga que lo atenazaba. No lo consiguió. Se revolcó por el suelo, entre gruñidos de rabia e impotencia: el ser seguía aferrado a su espalda. Se restregó con furia contra el tronco de un cedro: sólo consiguió fatigarse. El individuo no relajó en ningún momento su abrazo, no profirió el más mínimo quejido, no alteró la frialdad de su expresión...

Permanecía adherido a su espalda, como un parásito.

- ¡Bájese, por favor! - insistía Federico con un tono algo lastimero.

Fue inútil. Resignado, aunque con evidente enojo, prosiguió su camino, llevando a su pesar aquella carga, y cavilando sobre el modo de desprenderse de ella.

Al salir del parque encontró lo que pensaba que podría ser su salvación. Un guardia municipal regulaba el tráfico en el cruce de dos calles próximas que, a esas horas de la mañana, siempre presentaba problemas de circulación.

Indiferente a las miradas que le dirigían los apresurados transeúntes y automovilistas, se encaminó, llamándole, hacia el guardia, lo más deprisa que le permitía el peso extra que tenía que soportar.

- ¡Señor agente! ¡Señor agente! -

El agente, sorprendido ante el espectáculo que se le presentaba, saludó con corrección, echándose la mano a la visera de la gorra.

- Usted dirá-
- Mire.., venía yo por el parque ese - se volvió Federico dificultosamente señalando con el dedo - cuando este señor se me ha subido a la espalda, y ahora no me puedo desprender de él. Ayúdeme, por favor... -

El agente, tras unos breves instantes de duda, agarró con sus manos los brazos del individuo, tratando de separarlos del cuerpo de Federico, suavemente al principio y con mayor fuerza después. Imposible. Luego hizo lo propio con las piernas, tiró de su cabeza hacia atrás, intentó meter la rodilla entre la espalda de Federico y el pecho de aquél hombre... Todo fue inútil. El señor parásito seguía aferrado a su víctima, constituyendo ambos un cuerpo casi único.

- Haga algo, por favor - insistía Federico.

(sigue)

martes, 10 de noviembre de 2009

El Señor Parásito (I)


Federico era un hombre feliz.

Rondaba los cuarenta y cinco años, esa edad en la que muchos hombres han alcanzado un equilibrio económico y emocional que les permite mirar el futuro con cierta tranquilidad. Llevaba veinte años casado y quería a su mujer, con la que formaba un matrimonio unido, respetado y envidiado por las personas de su entorno.

Tenía dos hijos, varones ambos, que crecían robustos y sanos, y que, de momento, sólo le habían producido alegrías y satisfacciones. El mayor ya había ingresado en la Universidad y el pequeño finalizaba ese año sus estudios escolares. Eran buenos estudiantes y prometían ser excelentes profesionales. Trabajaba en un Banco. Entró en él cuando casi era un niño, y, gracias a su tesón y comportamiento, había conseguido alcanzar un puesto de cierta responsabilidad, que hacía augurarle un futuro aún más prometedor. Su trabajo le satisfacía plenamente.

Vivía en una gran urbe, en un piso acogedor, que había acabado por fin de pagar, situado en un barrio moderno y tranquilo, algo alejado del bullicioso centro de la ciudad. Por las mañanas, le gustaba acudir al Banco caminando. Siempre lo hacía así, aunque lloviese o hiciera frío o calor. Era su única actividad física durante la semana y no quería renunciar a ella. El trayecto le llevaba unos cuarenta minutos y lo había hecho tantas veces que conocía cada esquina, cada semáforo, cada kiosko de prensa e, incluso, a numerosos viandantes que se cruzaban con él todos los días (el hombre del chándal haciendo "footing", la niña rubia camino del cole...), y que le servían como referencia para saber si iba temprano o tarde a su oficina, en función del lugar en que se los encontrara.

En su paseo mañanero, atravesaba siempre un coqueto parque del que conocía prácticamente todo: el pequeño estanque de aguas poco profundas y transparentes en cuyo centro brotaba un surtidor algo triste; las distintas especies de árboles que veía desnudarse de hojas cada otoño y rebrotar en primavera, sombreando su itinerario durante los calurosos meses del estío; los pájaros, a los que Federico era particularmente aficionado y que se afanaba en identificar en su caminata (ruiseñores, carboneros, pinzones, agateadores, mirlos...); los perros urbanos, gordos, que eran sacados a esas horas tempranas por sus somnolientos dueños para dar el único garbeo diario; la estatua de aquél ilustre músico que daba nombre al parque y que a menudo aparecía pintarrajeada por una mano poco sensible... La travesía del espacio verde le acababa de desperezar y recargaba su espíritu para afrontar la nueva jornada con jovialidad y optimismo renovados.

... Hasta aquel día, en que su vida iba a cambiar de un modo radical y definitivo. La primavera ya estaba avanzada, los árboles se habían cubierto de hojas nuevas, que daban al parque un colorido especial de distintos matices de verdes, y los mirlos se desgañitaban con ese canto suyo tan peculiar, que sólo interpretan en esta época para intentar marcar su territorio y atraer a alguna hembra necesitada de cariño. Aún no había salido el sol, pero la claridad del cielo prometía un día radiante. Federico iba empapándose de todas aquellas sensaciones. El parque estaba casi vacío.

Casi...

Federico no la vio. Detrás del tronco de un viejo castaño de Indias, una sombra humana se fijaba en él. Quizás llevaba varios días vigilando el itinerario del confiado Federico. Éste pasó a su lado absorto en la contemplación del entorno, sin percatarse de la existencia de aquella inquietante sombra. La sombra sí se fijaba en él, nerviosa y anhelante...

(sigue)

lunes, 9 de noviembre de 2009

El último vencejo

Hoy me he tumbado panza arriba en el viejo banco de piedra que hay en lo alto del cerro, como tantas veces. Con la cámara de fotos en la mano para ver qué se cocía por las alturas, en el cielo uno siempre encuentra algo, menos a dios. Quería fotografiar vencejos, me alegra verlos volar y chillar allá arriba. Pero el último vencejo ya emigró a África y mi foto salió vacía, si es que el azul del cielo no lo llena todo. Los vencejos son como puntas de pincel dibujando arabescos negros en la bóveda del atardecer, picassos en nubes rojizas. Cada vez más altos, más silenciosos, más pequeñicos. Los que saben de vencejos dicen que no duermen, que de noche suben más alto, más alto y allá arribotas siguen dibujando historias de luna que sólo ellos conocen.

El último vencejo voló rumbo al sur, persiguiendo al último insecto, y yo me quedé aquí, tó tumbao, mirando al cielo hasta la próxima primavera, en que regresará para alegrar el aire con sus gritos y sus giros imposibles.

(Foto: un cacho de cielo caravaqueño en octubre)

lunes, 2 de noviembre de 2009

lunes, 26 de octubre de 2009

Contando silencios

Sí, se puede hacer, se pueden contar silencios, uno, dos, tres, yo lo he hecho, cuatro, cinco, seis, muchos lo han hecho, siete, ocho, nueve.

Desde lo alto de una montaña, por ejemplo. Allí arriba hay 360 grados de horizonte y 360 grados de silencios para contar. Son siempre silencios lejanos, sosegados, sin prisas. Algunos silencios vienen del cerro de enfrente, disfrazados de silbidos de viento sobre acículas de pino carrasco, entre olores a resina caliente, casi fuego. Otros silencios llegan del fondo del valle, en forma de copla que alguna garganta extranjera entona mientras recoge albercoques en lo alto del perigallo. Otros silencios vienen de la autovía nueva, allá abajo, parecen los ecos lejanos de un mar que no existe. Hay silencios que llueven desde el cielo, trinos de vencejos que juegan con las nubes más altas, quiaquiás del águila calzada que escudriña inquieta el bancal reseco. O el ladrido del perro de aquel cortijo que se adivina entre el pinar, o los balidos del último rebaño de ovejas. Y silencios más próximos, como mi propio jadeo o el zumbido de la mosca verde que me ha acompañado durante toda la subida a esta montaña y ahora se empeña en chapotear mi sudor.

Y es que a veces los silencios hablan, cada uno con un sonido diferente.

(Foto: vista de la sierra madrileña desde La Perdiguera. Al fondo, la Cabeza de Hierro)

lunes, 19 de octubre de 2009

Mis cuatro novias

Sí, tengo cuatro novias, metálicas, llenas de brillos, de rodamientos, de colores más o menos encendidos, de sencillos mecanismos. No puedo desprenderme de ninguna de ellas, las cuatro son muy importantes en mi vida, yo no tengo la culpa de haberme enamorado de las cuatro, siempre me gustaron los brillos metálicos, los mecanismos sencillos, los colores más o menos encendidos y el cruif cruif del neumático sobre la tierra del camino. Y los caminos.

Son mis bicicletas.

Os las voy a presentar, por orden de edad, desde la más... bueno, la mayor, hasta la más joven.

La Novela

Vive en Miraflores y es la mayor. Y la más guapa y coqueta. Le gusta ir siempre reluciente, arreglada, presumiendo de la belleza que mantiene intacta a pesar del tiempo que lleva conmigo. No le gusta mancharse con el polvo de los caminos, ni en el barro de los senderos, prefiere el asfalto aunque sea cuesta arriba. Sus engranajes cantan con un sonido alegre, juguetón, casi casi cascabelero. Me ha enseñado todas las revueltas de las carreteras de la sierra madrileña. La llamo “La Novela” porque está llena de letras, que aprovecho para leer en las tediosas rectas interminables.

La Peregrina

Vive en Caravaca. Dócil, dulce, sacrificada, aventurera, fuerte como un mulo a pesar de su frágil apariencia. La llamo “La peregrina” porque me ha llevado de peregrinación a Santiago de Compostela y a Caravaca desde Madrid. Kilómetros y kilómetros sin un pinchazo, sin una avería, sin un dolor de cadena o de frenos a pesar de que juntos hemos atravesado más de una tormenta y pasado mucho frío. Soporta sin una queja las mochilas llenas de ropa, los cachivaches de aseo, las botellas de agua o de bebida isotónica, el bocata tortilla... Y a pesar de su cansancio cada día me recibe con una sonrisa en su manillar.

La Guiri

La Guiri es puramente mediterránea, vive en Campoamor, junto al mar. Es la menos guapa de las cuatro, pero tiene mucho encanto, como ese plato oval que la hace tan peculiar. De salud no anda muy allá, quizás porque vive a orillas del mar y eso hace que crujan sus soldaduras oxidadas. Hubo un tiempo en que recorríamos juntos las carreteras asfaltadas próximas a Campoamor, entre pinos y olor a flor de naranjo y limonero, pero... el boom del ladrillo cambió los pinos por apartamentos y el olor a limonero por el del hormigón y pescaíto frito. Y ya no quiso salir tan lejos, es una sentimental. Ahora pasea, discreta, tranquila, entre pubs de guiris, sorteando rotondas, y recordando sin duda sus tiempos de gloria, cuando el leveche refrescaba su cara sin ser detenido por muros artificiales de cemento. Nunca se quejó, es quizás la que más ternura me inspira.

La M2

La M2 vive en Miraflores y es la más jovencica de las cuatro. La más pasional, inconformista, exigente, dura, todo un carácter. Odia el asfalto, cada vez que la obligo a circular sobre él noto que va incómoda, como gruñendo. Sin embargo, en las pistas de tierra es totalmente feliz, le gusta subir hasta lo más lato de los cerros, y si no sube más alto es porque mis piernas ya no dan para más. Disfruta ensuciándose con el barro, con las cagarrutas de las vacas, con los charcos, es como una niña. Pero al llegar a casa siempre me exige que la lave, la cepille y la embadurne con sus pócimas embellecedoras. Niña, pero también muy coqueta. Sólo le molesta una cosa: que la llame m2, dice que es un nombre de coordenada, pero ya no puedo cambiarle el nombre. Para conformarla le digo que m2 es el nombre de una galaxia, pero no creo que la convenza.

Cuatro novias que me dan todo, coquetería, aventura, ternura, pasión, a cambio de bien poco ¿qué más puedo pedir?

(Fotos: mis cuatro bicis, evidentemente)

lunes, 12 de octubre de 2009

La patera

Esta es la noche. Salí hace 10 días de mi pueblo, al norte de Europa, y he atravesado el continente en camionetas desvencijadas, o caminando, pasando penurias que no cuento, frío, hambre, soledad... Pero al fin llegué a esta playa del sur, desde donde puedo divisar la próspera África, con sus promesas de felicidad, de trabajo, de vida resuelta, de final del hambre.

No me importa que cuando llegue a África me miren con desprecio por el color de mi piel, blanca en lugar de negra, piensan que los blancos pertenecemos a una raza inferior, aunque sé que allí, para no incomodarnos o parecer xenófobos, algunos nos llaman suprasaharianos, en lugar de llamarnos blancos, como si nuestra piel fuese motivo de vergüenza. Yo me enorgullezco de llevarla.

En mi pueblo vivía en una choza primitiva, junto a mis padres y a mis seis hermanos, sin nada que llevarnos a la boca, sin un trabajo, sin nada con lo que distraer nuestro ocio. Por ellos me embarco en esta aventura, trabajaré y con el dinero que gane en África podré mitigar en parte su miseria.

Sé que no va a ser fácil. Algunos han muerto en el intento al zozobrar la patera en la que navegaban hacinados, como alimañas. Otros han sido descubiertos al llegar a África y deportados a sus míseros países europeos. Pero algunos lo logran, eso me impulsa, quizás me pueda colocar de albañil, se está construyendo mucho en la próspera África, o de camarero en un bar, hay millones de turistas que acuden cada año, o en la recolección del albaricoque, del tomate, los africanos no quieren realizar esas labores, les parecen indignas. Allí nadie es pobre, corre el dinero. Empezaré como clandestino pero algún día conseguiré tener los papeles y traeré para África a mi padre, a mi madre y a mis hermanos, los sacaré de la miseria, les procuraré un futuro mejor, allí tiene que haber lugar para todos.

Esta es la noche. Ya he visto la patera varada en la playa, tranquila, esperándome a mí y a otros 80 blancos que partiremos hacia ese futuro esperanzador cuando Sirio surja en el horizonte. Llenos de ilusión, seguros de que lo vamos a conseguir, la gran África tan cercana no puede decepcionarnos...

Esta es... la noche.

(Foto: una patera en una playa de Mauritania, al norte de Nouakchott)

lunes, 5 de octubre de 2009

lunes, 28 de septiembre de 2009

La mujer que buscaba corazones en la playa

Me habían hablado de ella. Me la imaginé, una mujer menuda, de mediana edad y piel morena, caminando descalza sobre esa línea no dibujada entre la última ola del mar y la primera arena de la playa, pantalón corto blanco y blusa azul. De tramo en tramo, decían, se paraba a hurgar en la arena, agachada, recogía algo, lo observaba con su mirada marina y lo guardaba en una pequeña bolsa que colgaba de su hombro. Y proseguía su camino, sin levantar la vista del suelo que humedecía sus pies. Solas la playa, la espuma y ella.

Me dijeron que buscaba corazones en la arena. Pero no corazones de los de latir, bum, bum, sino piedrecitas, conchas, cristalillos a los que el roce del agua y el tiempo habían dado forma de corazón. Me contaron que los tenía de todos los colores, blancos, verdes, azules, transparentes, que los guardaba en un frasco de cristal con agua de su mar mediterráneo y que a la luz del sol reflejaban todos los colores del arcoiris.

Un día fui a su playa solitaria, quería encontrarla. La estuve buscando durante mucho, mucho tiempo, pero no apareció. Mientras caminaba arriba y abajo me entretuve tratando de descubrir alguno de esos corazones que ella recogía, para regalárselo si al fin la veía. Pero no encontré ninguno, no debe ser tan fácil encontrar corazones de cristal en la playa si uno no tiene la mirada marina.

Entonces dibujé un corazón en la arena húmeda con la esperanza de que ella lo recogiera si aparecía por allí algún día. Y me alejé despacio, volviéndome de vez en cuando, hasta que la playa fue un horizonte en el horizonte. No sé lo que habrá sucedido con mi corazón de arena, ni lo sabré nunca, quizás ella lo ha encontrado y ahora forma parte de su colección multicolor, o quizás me lo ha robado la marea, entre espuma, algas y promesas de mundos diferentes.

(Foto: playa de La Glea, al sur de Alicante)

domingo, 27 de septiembre de 2009

Jugando con Altaïr

El olor de los pinos, del jabalí, del romero, del viento... todo se mezcla en el aire limpio de esta mañana de verano, estremeciendo mi esencia. No eres ni mirada, ni nombre, pero todo me recuerda a ti. Debe de ser porque tú ya eres aire, monte, luz, instante. Te marchaste sin llegar, fuiste sólo agua, apenas forma... y ya eres eterna.

Te imagino sonriente, jugando con Altaïr.

(Foto: un lunar en una piel, disimulado con picasa)

jueves, 3 de septiembre de 2009

Últimamente duermo con sombrero

Es un sombrero humilde, blanco, con la badana negra. Lo compré en un mercadillo no me acuerdo por cuántos euros, pocos sin duda. Mi sombrero atrapa sueños, por eso lo uso de noche ¿Vosotros recordáis los sueños? Yo nunca conseguía recordar los sueños que me despertaban, sobresaltado o feliz, y que veía volar desde mi cama, inalcanzables. Los perseguía, pero siempre, siempre, se escapaban por la pared rumbo a otras mentes, supongo.

Pero ya no. Desde que duermo con sombrero los sueños se quedan alojados, presos, en el ala o en la badana negra de mi humilde sombrero blanco de mercadillo y puedo leerlos al despertar. Los sueños agradables quedan atrapados en el ala blanca y las pesadillas, en la badana negra. Así de fácil.

Ayer soñé que despegaba en un avión desde un país extranjero, de vuelta a casa. El avión remontaba el vuelo entre cables de alta tensión, casas próximas, con mucha dificultad, ruido y meneíllo, aunque nunca llegaba a estrellarse. Luego soñé que estaba atrapado en una pared vertical de una montaña de la que no conseguía escapar, ni para arriba, ni hacia abajo, ni siquiera para un lado.

Y soñé contigo. No sólo ocupas mi mente durante el día sino que me inundas de noche, como un extraño animal sin patas ni pasado ni futuro que lo rellena todo.

Cuando acabo de leer los sueños de la noche, enjuago el sombrero en el grifo del lavabo y miro cómo las letras giran un rato antes de desaparecer por el sumidero, como saludando. Quizás se dirigen a mentes de topillos, alacranes cebolleros o cangrejos ermitaños de tu playa. Y allí se reordenan y se convierten en nuevos sueños que sólo los topos, alacranes y cangrejos recordarán (si duermen con sombrero, claro)

(Foto: mi sombrero quitasoles y mi cama)

lunes, 24 de agosto de 2009

Emulando a Paradela.

Pues sí, hoy plagio a María Jesús, la galleguiña de Paradela de Coles. Y si no, mirad este enlace

http://paradeladecoles.blogspot.com/

Y es que María Jesús y yo tenemos algo en común (aparte de muchas otras cosas, estoy seguro): a los dos nos gusta el campo, la tierra y los productos que se obtienen de ella. Ella en su Galicia, yo en mi Murcia. Aunque ella me da que es mejor agricultora, yo no dejo de ser un producto reciclado desde la gran ciudad. Bueno, sin más preámbulos, ahí van unas foticos de lo que se puede recolectar ahora mismo en mi cachico terreno.

Tomate. Reconoce, María Paradela, que no tiene mala pìnta...

Breva. No está aún madura, pero promete.

Pimiento. Con todo mi respeto para los de Padrón, yo prefiero éstos murcianicos. Y no pican.

Ciruela. Y de las claudias, pura miel encapsulada.

Cebolla. No veas como están las ensaladas del tomate de arriba con esta cebollica...

Uva. Comparto los racimos con las abejas, aunque ellas se llevan siempre la mayor parte.

Y calabaza. Nunca he sabido muy bien para qué se utiliza, pero esta es bastante grandecica. Espero que nunca se convierta en una carroza de la que salga una princesa cursi.

No me cobres derechos de autor, María Jesús, te aseguro que si te he copiado ha sido a cosica hecha (como dicen por aquí)

(Fotos: huerta de Mayrena)

lunes, 27 de julio de 2009

Ganas

Ganas de recorrer tus venas como una burbuja nadando en tu sangre cansada, de buscarte en tus rincones más ocultos, más líquidos, menos luminosos, de intentar encontrarte entre humo, alcohol, desvarío y voces rotas, detrás de puertas semicerradas, semiabiertas, desconocidas para mí... Quizás allí todo es posible, quizás allí está el punto donde las paralelas se juntan, quizás allí el infinito se rompe para dejarse acariciar, para hacerse más humano, quizás...

(Foto: una hoja de morera)

lunes, 13 de julio de 2009

El teclado sin P

Empiezo a escribir con mis dos dedos regordetes, tic, tac, toc, fluyen las palabras, sin problemas, las frases, los giros, incluso los circunloquios que se me dan tan mal, estoy inspirado, me gusto... hasta que de repente ¡maldición! noto que en el teclado no existe la letra P, desaparecida no sé cómo ni cuándo entre la O y el signo circunflejo, y mientras la busco debajo de los faldones de la mesa camilla, tanteando torpemente con una mano, veo que van desapareciendo otras letras, la K, la E, la G, obligándome a hacer filigranas para seguir escribiendo sin utilizarlas... Les siguen la F, la T, la J... y noto que el suelo se hace líquido, como agua fría que moja mis pies descalzos, trepa por mis piernas desnudas, y sigue subiendo, subiendo, mientras las letras del teclado continúan escapando, la H, la Q, la X. El agua me llega ahora al cuello, la angustia me invade, la musa se ahoga, adiós a la D, ya sólo quedan la S, la O, la R, la C, alzo la mano buscando una Ñ a la que agarrarme, que veo volando como una mariposilla histérica cerca del flexo , y exclamo ¡socorro!, mientras me voy hundiendo poco a poco, paso a paso, letra a letra ¡SOC...! ¡OC...! ¡O...! ...................

(Foto: el teclado de mi viejo portátil)

lunes, 6 de julio de 2009

Rebelde

... el que hace girar sus aspas orientándolas en una dirección en la que el viento no sopla, el que nada a contracorriente, el que siempre prefiere el sendero incierto a la autovía segura, el que es cabra roja solitaria en un rebaño de ovejas blancas, el que rima versos a contrarrima, el que cambia la corbata y el adosado en la sierra por un cuento y la poesía de una mínima corrala en lavapiés, el que va de zumbao por la vida por no seguir las normas establecidas... Siempre enciendes mi sonrisa y mi admiración.

(Foto: campo eólico cerca de Pozo Cañada)

lunes, 15 de junio de 2009

Los zapatos de la orilla

Un par cualquiera de zapatos es la pareja más fiel, la más unida, la más leal. Nada son el uno sin el otro, nunca se alejan más de un paso, matrimonio perfecto. Juntos descansan, juntos caminan... hasta que la muerte de uno de ellos (por agujero en la suela u otra causa) los separa. Entonces su dueño los abandona a su suerte, cada uno por su lado, sin considerar que a ellos quizás les gustaría seguir siendo una pareja unida más allá de su vida útil.

Hace poco di un paseo por la orilla de un río.

En apenas un kilómetro pude ver varios de estos zapatos o zapatillas abandonados entre los guijarros y la hierba de la ribera. Desparejados, solitarios, tristes, fríos. Desaliñados. Cada uno me sugería una historia diferente ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Qué pie lo calzó? ¿Masculino, femenino? ¿Tenía callos, sabañones? ¿Corría, caminaba, gateaba?

En las fotos que siguen he dedicado un comentario, un pie, a cada uno de vosotros, zapatos y zapatillas ribereños solitarios. No es el añorado pie que os calzó y cobijásteis con cariño, pero espero que al menos os aporte algo de calorcillo y os salve del anonimato durante el escaso tiempo que se tarda en leerlo.

Pobretica zapatilla, fuiste abandonada súbitamente después de tu último partido de tenis, que tu dueño perdió como siempre. Ni siquiera tuvo la paciencia de desatarte los cordones que ahora te sirven de mortaja.

Bota, has subido montañas y cerros, conocido senderos y trochas, y tu dueño te abandonó porque le oprimías el dedo gordo del pie. Abriste un agujero para mitigar su dolor pero tu gesto generoso no fue apreciado por él. Más bien precipitó tu abandono (¡desagradecido...!)

Te caíste de una bolsa de deportes, estás demasiado nueva como para que te hayan abandonado por exceso de uso ¿O eres una zapatilla rebelde que se lanzó desde la bolsa en busca de aventuras solitarias? Y el río te arrastró hasta donde yaces ahora suplicando un pie y añorando a tu compañera.

Chancleta tan desgastada, refugio hoy del rocío ¿quién te dejó en ese estado? ¿Fueron los cantos rodados de este caudaloso río o te mordió un pez piraña?

Al menos tú, bota de agua, estás en tu entorno. Puedes gozar con el sonido del río, en cuyo barro te quedaste atascada aquel día. Y las noches de luna seguro que te visitan los grillos y te cuentan historias de sapos y musarañas.

Me desconciertas, no sé de dónde procedes, pero me gusta pensar que un día calzaste el menudo pie de la reina de las fiestas del pueblo. Tuviste tu momento de gloria. Hoy me dan ganas de arroparte, se te ve tan frágil, tan encogidica de frío...

Una noche oscura te lanzaron por la ventanilla del coche, en esos momentos mágicos en que toda la ropa sobra y vuela con desorden y premura. Y a tentarujas tu dueña fue incapaz de hallarte luego, entre la hierba húmeda, pasado el desenfreno, cuando la piel vuelve a calarse de frío.

Tú has muerto de una sobredosis, de una sobredosis de pie. El piececito que te calzó creció, creció, creció, y ya no pudiste cobijarlo más, rebosaba por todos tus huecos. Contigo acabó de gatear y comenzó a caminar alegre, descubriendo nuevos senderos para investigar con otros zapatitos diferentes.

(Fotos: diversos zapatos encontrados en la orilla del río Tera)

jueves, 21 de mayo de 2009

Charcos

Ha llovido toda la noche y sigue lloviendo por la mañana, aunque ya escampa. Charcos, se han formado charcos. Sobre la hierba, sobre una roca, sobre la arena. Sobre el asfalto, sobre mis ojos, sobre los charcos. Charcos, espejos líquidos en los que se mira el cielo, un árbol, una nube, un conejo. Cuadros pintados con pinceles de lluvia trémula que bebe la Tierra para colgarlos de las paredes del infierno. Charcos azules, charcos verdes, charcos blancos.

Por debajo pasa el río, agua sobre agua. Agua presa sobre agua que se cree libre. Agua espejo sobre agua espuma, agua silencio sobre agua canción.

Hoy eres la lágrima de una nube. Esta noche serás hielo, y mañana, de nuevo lienzo líquido sobre el que el cielo pintará un cuadro diferente.

Las hojas del otoño acuden a beber un último sorbo de agua antes de convertirse en tierra.

Dime, dime, espejito mágico... El sol se cuela entre las sombras para ver su imagen reflejada en el agua.

Las ondas provocan a las hojas de los árboles con movimientos sensuales. Pronto sucumbirán a la tentación y caerán enamoradas del agua.

El amanecer está cambiando los añiles del alba por rosas. Últimos trasnochadores, los reflejos de las farolas bostezan antes de irse a dormir.

(Fotos: diversos charcos en las proximidades de Puebla de Sanabria)