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Nunca me gustó el final de los cuentos que me contaban de niño y que aún se siguen contando. La Cenicienta, Blancanieves, la Dama y el Vagabundo, etc… en todos ellos siempre triunfa la belleza, el dinero, el machismo. En estos cuentos, los personajes feos, bajitos y pobres son siempre los malos, jamás los vencedores. Y cuando vencen es porque, si son feos al final se vuelven guapos (el patito feo), si son pobres (la cenicienta) consiguen casarse con el príncipe más bonito, más rico y más azul, y si son ranas se convierten en príncipes maravillosos.
Y otra cosa ¿por qué la felicidad de toda mujer joven (y si es pobre más aún) consiste en convertirse en princesa, casarse con el príncipe más guapo y más rico de la región, irse a vivir con él a un castillo lleno de criados y tener cantidad de hijos?.
Desde aquí reivindico el derecho que tenemos los feos y pobres a pellizcar, aunque sea a contrapelo, un pedacito de esa felicidad que se nos niega. Pero para eso no quiero convertirme con una varita mágica en un príncipe rico y guapo, y casarme con una princesa, y hacerla mi esclava, y que me endiñe un hijo cada año entre lujos y ñoñería. Quiero que mi cenicienta, si existe, siga siendo cenicienta, y no pierda ningún zapatito de cristal para que luego lo encuentre un príncipe hortera. Prefiero que calce unas botas de campo y se venga conmigo a patear monte y a comer un bocata grasiento de sardinas en lo alto de un cerro, debajo de las estrellas.
Y siendo como soy sapo feo y sin dinero, tampoco quiero que me dé ningún beso una princesa cursi que pase junto a mi charca y me convierta en príncipe guapo, lleno de oropeles y padre de muchos hijos potenciales. Prefiero que la susodicha princesa se convierta ella en rana al besarme, y se venga conmigo a mi charca llena de otros sapos y ranas feos, gordos y cachondos, y que le cantemos cada noche una canción distinta a la luna, sin castillos, sin oros, sin carrozas, sin niños, sin zapatitos de cristal. Y sin perdices.
(Foto: el príncipe rano)