La recuerdo desde mi primera infancia. Me fascinaba la imagen de esta mora cuyo cuadro colgaba de una pared cualquiera de nuestra casa de Tánger. Su hiyab blanco, su sonrisa intuída, sus grandes ojos azul verde, el color del mediterráneo, su mirada insistente, sin parpadeos, todo me atraía en ese rostro. Cada día pasaba un rato absorto frente al cuadro cuando marchaba o volvía del colegio cargado con aquella cartera llena de libros, cuadernos, con el plumier y otros cachivaches.
Siendo yo aún muy joven nos vinimos a vivir a Madrid y la mora desapareció de mi entorno. La olvidé.
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Muchos años después la volví a descubrir en una pared de la casa que alquiló mi padre en Madrid, donde se estableció al jubilarse tras vivir por medio mundo. Y recuperé mi fascinación por ella, por su mirada, su complicidad, los recuerdos… mi niñez.
Mi padre era un hombre generoso, todo lo que poseía con algún valor material lo regalaba. Recuerdo un día que fui a visitarlo a su piso madrileño, siendo él ya muy mayor. Me dijo:
- Diego, elige cualquier cosa que veas en el piso y llévatela, es para ti -
La mora me miraba desde la pared de enfrente, sonriéndome una vez más. Es una pintura sin ningún valor, hecha sobre un simple cartón y firmada por un para mí desconocido E. Cuesta. Sin dudarlo, y señalándola con el dedo, le dije:
- La mora -
Él me miró con una sonrisa nostálgica y me contestó:
- La mora no -
Lo suponía. Suponía que el cuadro, que había acompañado a mi padre durante cuarenta años por tres continentes, también ejercía sobre él una fascinación difícil de controlar y explicar, quizás por razones parecidas a las mías, o quizás diferentes. Nunca es tarde para conocerse mejor.
Mi padre murió. Y yo, esta vez sin pedir permiso, descolgué el cuadro y me lo llevé. Hoy vive humildemente en mi casa de Caravaca, después de haber recorrido paredes de La Habana, Luxemburgo, Rabat, Kinshasa, Lisboa, mientras yo me olvidaba de ella.
Y desde esta pared más próxima a su kasbah, me sigue mirando con la misma intensidad que hace cincuenta años, con el mismo misterio, con la misma seducción, me trae la imagen del bakalito de enfrente, de las tortugas del jardín, de Jimo y Lurdes, mis primeras caricias, inocentes y sentidas, los alá alá alá jandulela a coro en la acera, el olor de la jarira, los meblis de cristal sobre la tierra, las historias inventadas de Peque, y me habla sin palabras de la fascinación que mi padre sentía por ella y de la que ella sentía por mi padre. Sin duda también estuvo colgao por su mirada, como lo sigo estando yo muchos años más tarde.
(Foto: Cuadro de E. Cuesta - detalle)