A veces me gusta sentarme frente al teclado y dejar que mis dedos tecleen lo que les transmita mi cabezota, tan confusa últimamente, sin pasar por la razón, rozándola apenas; la razón suele ser mala consejera para las cosas de la espontaneidad. Hacer míos sentimientos ajenos, meterme en otras pieles, oculto, y observar el espacio desde un interior que no me pertenece. Y luego darle a la flechita sin revisar siquiera, sin saber si lo que digo es coherente o no, sin importarme que lo sea o no, sin revisar puntuaciones, comas o faltas ortográficas.
Imaginar que estoy del otro lado de la barra, cansada después de todo un día de sonreír, a menudo por simple amabilidad, de servir copa tras copa, de soportar a pelmazos que se empeñan en contarme su vida. Poner por fin mis botas cansadas sobre la mesa de la que se acaba de levantar el último cliente y servirme un pelotazo de mi ginebra preferida con dos rocas de hielo; a solas conmigo, con mis recuerdos, antes de echar el cierre hasta mañana y marcharme a mi casa, pisando con esas mismas botas las hojas ocres del invierno que me traen tantos recuerdos.
Volver a mi casa, después de un mes de ausencia, y recuperar su olor, su entorno amarillo, sus nubes, sus armarios, sus habitaciones, mi sofá, mi último libro abandonado sobre la mesilla de noche, que tendré que volver a comenzar (olvidé el argumento, los personajes; la vida va tan deprisa...). Y comprobar que no me importa demasiado que los ladrones hayan hecho una visita aprovechando mi ausencia; hay algo que nunca me podrán robar: mis sentimientos.
Calzarme los zapatos de baile y tratar de cogerle el tranquillo a ese fandango que se me resiste, que no consigo enlazar como debería si solo me impulsa mi pasión por el baile; la técnica es imprescindible. Pero con el convencimiento de que un día lo lograré, sensualidad es algo que rezuma por cada poro de mi piel de mujer andaluza.
Hablarte en la distancia con distinta entonación, por encima del mar que nos une; los mares nunca separan. Y leer los retazos de poesía que siempre te acompañan, estoy convencido de que tu hablar es musical, como lo es el de tantas personas de tu continente, tan próximo y tan incomprendido a veces.
Notar tu amor a un nombre, a una sangre joven que se alejó un día, dejando tu corazón herido para siempre; debe ser durísima la experiencia de nadar y nadar en el vacío sin llegar a ninguna orilla, aunque los demás la veamos cerca de ti y te animemos para que la alcances.
Mirar a través de los agujerillos claros en tus horizontes oscuros; volar, o caminar hacia ellos, asomarme para ver qué hay detrás, y contártelo. Y luego traspasarlos aunque no esté seguro de lo que esconden, lo importante es no quedarse parado, que nadie te pille desprevenido o vencido. Siempre hay algo que no conocemos y que sin duda merece la pena ser conocido.
Diluirme en tu ron y en tu maría, arroyos que te dan vida y te la quitan, en tu sangre y en tu lengua, acariciarte desde dentro como te acaricié desde afuera, y asomarme a tu mirada para conocer el secreto de su sonrisa permanente.
(Foto: teclado y pantalla de mi ordenata del pueblo)