El cohetazo me despierta de forma violenta; son las siete de la mañana. Después de hacerme –y contestarme– las tres preguntas de cada despertada, “¿quién soy?, ¿cómo me llamo?, ¿dónde estoy?”, me visto con parsimonia y me dirijo al balcón, soñoliento. Me asomo. Frente a mí se divisa el contorno añil de la sierra tantas veces recorrida, y una última estrella, Antares, despidiéndose de la noche entre los dos pinos de la cima.
Vivo en el tercer piso de una casa de pueblo situada en una calle poco llamativa y de nombre humilde: Junquico. Corta, estrecha y sin un solo árbol; nunca me he explicado por qué las calles de muchos pueblos del levante español no tienen árboles.
Es el día grande de las fiestas. A esta hora, cada caballo está siendo engalanado en su peña. Justo debajo de mi ventana, en la otra acera, está la peña de uno de ellos, "El Sabina”, grande y negro como la noche que se escapa. Ya está en la calle, vestido de gala, nervioso mientras un mozo lo sujeta del ronzal. Para tranquilizarlo, el mozo lo pasea calle arriba y calle abajo. Los observo desde mi posición cenital. Las luces encendidas de las farolas hacen refulgir las lentejuelas del manto, como si fueran mil luciérnagas apresuradas. Solo oigo el golpeo de los cascos sobre los adoquines y las palabras sosegadas del mozo, que le transmiten calma.
Mi calle es corta, ya lo he dicho; se domina completa desde mi balcón. Ahora el mozo dirige al Sabina hacia donde Junquico se abre en el Templete, el viejo bañadero que en un par de horas será una algarabía, una explosión de color y música. Luego lo hace girar sobre sus patas e inician el recorrido hacia el otro extremo de la calle. Veo el reflejo oblicuo de hombre y caballo en el escaparate oscuro de la inmobiliaria. Cruzan el callejón que conduce hasta la verja del colegio y pasan junto a la puerta roja de la Notaría hasta acabar en el otro extremo, en el aparcamiento del Hospital. Y retornan de nuevo hacia el Templete, mirando ahora el hombre hacia la acera donde se encuentra el portal de mi casa y la entrada al garaje, que no puedo ver desde el balcón. Sonríe. Dirige su mirada hacia el ficus que cultiva el dueño del estanco en un gran macetón de madera; una sola planta en un espacio vacío y gris. Ahora cruzan frente a la farmacia y llegan de nuevo al Templete que poco a poco se va llenando de gente. Y vuelta a empezar, "El Sabina" tiene que estar tranquilo para la dura jornada que le aguarda.
El cielo ya azulea, se empiezan a oír las charangas, huele a fiesta, pólvora y sierra. La peña de "El Sabina” y su sonora charanga vienen a recogerlo. Es el día de los caballos del vino.
Mi calle hoy se cree importante, pero mañana recuperará su tranquilidad habitual, su silencio, su nombre olvidado, su rutina. Nunca fue muy amiga de fiestas.
(Foto: un caballo del vino bajo mi ventana)
Ya nos hablaste en otra ocasión de ellos: debe ser un hermoso espectáculo. Por aquí no se hace nada parecido.
ResponderEliminarTan bien contado que me he sentido contemplando la fiesta desde una ventana que da a tu calle estrecha, corta y de pueblo, como la mía. Sólo que la mía lleva el nombre de un país y le viene un pelín grande.
ResponderEliminarVaya pregunta más transcendental nada más abrir los ojos :"¿Quién soy?" y encima te contestas... yo abro los ojos y pienso " a ver lo que desayuno hoy " jajaja ¿será porque sé quién soy ? o porque sin desayunar no soy nadie...
ResponderEliminarMuy cierto lo de la falta de árboles en los pueblos... también en ciertos pueblos de Castilla ¿no?
Pintas tan bien lo de la fiesta de tu pueblo que parece que estamos allí. Besote
Debe ser preciosa esa fiesta, en medio de la tranquilidad del pueblo los caballos tan bellamente enjaezados. Y tú felizmente situado, ¡qué bien!
ResponderEliminaraquí
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