Fer era un niño situado en esa edad donde los sueños y las
realidades se juntan o se separan, confusos, en el incierto horizonte de la
fantasía. Aquel día era uno de septiembre. Fer se acababa de acostar, finalizaba su veraneo que como
cada año pasaba en una finca que tenía su familia en el interior de la
provincia de Murcia. Faltaban pocos días para que volviera a Madrid a iniciar
el nuevo curso. La finca estaba situada al pie de un monte que de noche refulgía en la oscuridad, parecía tener magia, vida propia, misterio.
Aquella tarde del uno de septiembre había sido especial. Un tío suyo, al que veía muy pocas veces, había llegado de no se sabía muy bien dónde. Tenía una cabaña de madera situada donde empezaba o acababa el monte, cabaña que nunca llegaron a ver por dentro Fer y su hermana Ana, pues siempre estaba cerrada.
Aquella tarde del uno de septiembre había sido especial. Un tío suyo, al que veía muy pocas veces, había llegado de no se sabía muy bien dónde. Tenía una cabaña de madera situada donde empezaba o acababa el monte, cabaña que nunca llegaron a ver por dentro Fer y su hermana Ana, pues siempre estaba cerrada.
–Tío, llévanos a tu cabaña –, le dijeron.
Y para allá se fueron, con algunos primos más pequeños. Estaba anocheciendo. La cabaña siempre había ejercido cierta fascinación en
Fer, Ana y sus primos. Su tío la abrió y les mostró lo que allí había, a la luz
de un camping-gas que ardía con fuerza, como molesto de que lo hubieran
despertado. Sobre las paredes, clavados, extraños artilugios de esparto cuyas
sombras se movían caprichosas inventando bailes al ritmo del fuego, un libro muy gordo en una balda, un camastro azul, unos tirachinas viejos que el tío le contó que había traído de no sabía
dónde, una hamaca que extendió entre dos oscuros pinos...
Todas estas circunstancias contribuyeron a crear el clima
propicio. En el camino de regreso a la casa de Fer, ya anochecido, alguien
empezó a contar historias de lobos, de fantasmas, de aullidos nocturnos, de bufandas
que golpeaban en la espalda de alguien que corría en bicicleta pensando que era
el demonio que lo llamaba, y alguien empezó a hablar de una cueva mágica
situada en lo alto del monte, mucho más arriba de la cabaña. Fer alucinaba
¿existían los fantasmas? ¿había animales feroces por aquellos montes? Y sobre
todo... aquella cueva de la que tanto había oído hablar ¿existía realmente?. Él quería conocerla, pero nadie lo llevaba a enseñársela.
En todo esto pensaba en su cama Fer esa noche después de acostarse,
hasta que poco a poco se fueron cerrando sus ojillos achinados. Primero el
derecho, y luego el izquierdo. Estaba ya dormido cuando el grito de un
mochuelo lo despertó...
–Uhuu! Uhuu!– decía
el mochuelo.
Fer abrió un ojillo, el izquierdo esta vez, luego el otro, el
derecho, y pensó “el mochuelo me quiere enseñar la cueva”. Tenía mucho miedo, la casa estaba a oscuras, en silencio
absoluto, no había nadie levantado. Pero se armó de valor, se calzó las
zapatillas, se puso los pantalones y su camiseta roja... y salió al exterior,
tenía que conocer la cueva.
Fuera no se oía ningún ruido, ni el del mochuelo
siquiera, la oscuridad lo impregnaba todo, sólo apenas se podía ver clarear, en
el suelo, la línea del viejo camino que subía al monte. Fer, asustado, comenzó
a andar ese camino, pasito a pasito al principio, abriendo bien los ojos y los
oídos para poder captar cualquier sonido o visión fantasmal, casi sin respirar,
oyendo sólo los latidos de su corazón... y más confiado luego, al comprobar que
nada especial ocurría. El camino subía y subía por el monte, cada vez más
empinado, pero Fer estaba seguro de que esa trocha de piedras acabaría
llevándolo a la cueva misteriosa.
Había pasado mucho rato, la cuesta no terminaba, Fer estaba
muy cansado, no veía el final del sendero que se perdía entre las sombras.
–Mierda– pensó
(aunque Fer no decía tacos, a veces, cuando estaba solo, se le escapaba este término escatológico)–, no me he traído nada para comer y este camino puede ser
muy largo, ya casi no puedo con mi alma, si al menos me hubiera traído un caramelo
para recuperar fuerzas...–
(Continúa)
¡Ay, no creo que a este niño le pase algo raro! No sé como no le dejaste unos caramelillos bajo almohada.
ResponderEliminarBesitos, vuelves con fuerza, eh?
Te espero...
Virgi, no le pasa nada malo, fijo. Mañana concluye el relato. Lo he dividido en dos porque un texto que ocupe más de una pantalla del ordenador no hay quien lo lea. Besico, y gracias por haber leído esta primera entrega :)
EliminarMe suenan un montón de cosas de las que aparecen por ahí.
ResponderEliminarMañana te haré otra visita.
Besico destemplao (entodavía). Cuídeseme.
¿Cuáles, gata? ¿El caramelo? ¿La cabaña? ¿La cueva? ¿El mochuelo? :) Cuídeseme usté, oiga, y témpleseme, que gata destemplada no caza ratón. Ni ronronea.
Eliminarni el hambre ni la sed, nada ni nadie podrá impedir que el niño siga buscando la cueva de mayrena Tal es la fascinación que ejerce a los seres que una vez la oyeron nombrar
ResponderEliminarNada le impedirá conocerla, Iota. Bueno, casi nada... :) Hoy tienes la respuesta. Abrazo.
EliminarMe gusta mas este post que los de bichitos (vaya verano nos has dado ¿eh?).
ResponderEliminarAhora voy a la segunda parte a ver como acaba la historia que está interesante.
Besitos Diego