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Transcurrieron varios días ¿Cuántos? ¿Doce? ¿Quince? Federico había perdido la noción del tiempo. Su aspecto era lamentable. Estaba demacrado, delgadísimo, con el rostro ensombrecido por una barba descuidada y rala... Era la imagen de la derrota. Su traje aparecía sucio y arrugado, sus piernas, enflaquecidas, se arqueaban por el peso que seguían sosteniendo. Nadie lo hubiera reconocido...
El señor parásito permanecía adherido a su espalda. Su rostro reflejaba buena salud, en contraste con el de Federico, y su cuerpo era ahora más voluminoso que el de su víctima.
Desde que lo echaron de su casa, Federico vivía prácticamente recluido en aquel parque que tanto quería. Ya no le afectaban los comentarios jocosos o despectivos de los paseantes, ni siquiera los de los niños, particularmente crueles. Durante el día permanecía semioculto entre unos arbustos que crecían cerca del estanque, y de noche salía a intentar comer lo que podía. Revolvía los cubos de la basura de los bares cercanos en busca de cualquier resto comestible y disputaba a los mirlos y demás pájaros las bayas y otros frutos de los arbustos y árboles del parque. Pero raramente conseguía llevarse algo a la boca, pues casi siempre se lo arrebataba su parásito, para tragárselo a continuación.
Su pensamiento constante estaba en su esposa e hijos. No soportaba la idea de no verlos, de no compartir con ellos las alegrías y las pequeñas cosas, como había hecho siempre.
Ese día no pudo contenerse más. Se metió en una cabina telefónica, introdujo en la ranura la última moneda que le quedaba, y marcó un número. Su mujer descolgó el aparato al otro lado.
- Dígame -
- Ho... hola... soy Federico ¿co... cómo estáis? –
- Nosotros muy bien ¿y tú? -
- Va...vamos tirando...-
- ¿Váis? ¿Aún sigues con ese hombre a cuestas? -
- Bue... bueno, sí... pero quizás algún día... -
- Pues cuando llegue ese día, vuelves. Antes, no. Adiós -
Federico todavía permaneció algunos segundos con el auricular pegado al oído después de colgar su mujer.
Salió dificultosamente de la cabina. Casi no podía caminar, arrastraba los pies, rumbo a ningún lugar... De pronto, se nubló su vista y cayó al suelo como fulminado, inconsciente. El parásito permaneció aún algunos segundos enganchado al cuerpo de su víctima, inmóvil como ella. Al cabo de ese tiempo, viendo que Federico no mostraba signos de vida, aflojó lentamente la presión de sus brazos y piernas y, por fin, se desasió de él. Se irguió en silencio y contempló durante unos segundos el cuerpo de Federico, que yacía inerte a sus pies. Le dio un golpecito con la punta del zapato por ver si reaccionaba, pero Federico no se movió. Lo siguió observando durante un rato, encogió los hombros y, a paso lento, se encaminó hacia el viejo castaño de Indias, que no estaba muy lejano. Se arrimó a su tronco y desde allí, con lentos movimientos de cabeza a uno y otro lado, comenzó a otear el horizonte.
De pronto, su inexpresiva mirada se detuvo y su respiración se entrecortó. Si hubiera sido capaz de sonreír habría sonreído: por el camino junto al castaño se aproximaba con paso alegre un hombre de buen aspecto, sano y elegante, con aire despreocupado y feliz. El hombre pasó junto al árbol, sin percibir la inquietante sombra que se pegaba al tronco. De repente notó que alguien se le montaba a la espalda, rodeándole fuertemente el cuello con los brazos y la cintura con sus piernas.
- ¡Bájese de ahí inmediatamente! - gritaba el hombre con desesperación, mientras trataba inútilmente de desprenderse de aquel sujeto...
(Fin)